12 de abril de 2012
El chico que veía demasiadas películas - IV
Jueves
Para Tomás, el jueves fue un día complicado.
Cuando despertó por la mañana, su cama flotaba a la deriva en medio del mar.
El sol brillaba alto, y no había una sola nube en el cielo. La paz era total. Y también el silencio.
La brisa suave que le acariciaba el torso bronceado parecía ser lo único que se movía —además del suave vaivén de las olas.
Un par de gaviotas —de las que primero se oyeron sus chillidos agudos— aparecieron en el horizonte como dos puntos blancos, inquietos. Se fueron acercando a Tomás y pasaron revoloteando —jugueteando entre sí— por encima de su cama, que ahora era una balsa de troncos atados unos a otros con cuerdas gruesas y rústicas llenas de hilos sueltos (“como los pelos despeinados del bigote de su abuelo”, pensaba Tomás).
La impresión de ser observado lo puso en un estado de alerta. Le sacudió de golpe los restos del sueño. Lo despertó por completo.
A lo lejos (aunque en el mar todo parece estar lejos), perdiéndose por momentos entre las olas, alcanzó a ver el periscopio de un submarino.
Tomás se puso de pie. Ya no era un niño flacucho. Ahora era un hombre alto y fuerte.
Vestía los restos de un pantalón hecho jirones, y su camisa desflecada ondeaba —como una bandera— del palo que se alzaba en un extremo de la balsa. Un bulto de cuero marrón, que parecía un abrigo, estaba enrollado como una almohada improvisada en la que todavía se podía ver el hueco de su cabeza.
Un ruido sordo (como el de un gran tambor golpeado debajo del agua) lo sorprendió. Una ola empujó la balsa de costado mientras algo parecido a un enorme delfín pasaba a gran velocidad por su lado —dejando un rastro de burbujas, y una línea de espuma que se iba diluyendo en dirección al periscopio. El sacudón casi lo tira al suelo de troncos y sogas bigotudas.
Una explosión sonó del lado opuesto al periscopio: un torpedo había estallado. En medio del arrebato de olas provocado por la explosión, un segundo periscopio asomó su ojo.
Un nuevo torpedo —silencioso y burbujeante— dibujó su trayectoria de espuma en dirección al primer periscopio. Tomás oyó una nueva explosión. Se encontraba en medio de una batalla naval entre submarinos.
¿Qué hacer? Si intentaba remar hacia un costado para salir de la línea de fuego, corría el riesgo de que esta vez sí le acertaran. Las huellas de los disparos habían dibujado un corredor del ancho de una calle, y salir de él era una locura (¡ya sonaba el tercer disparo!). Remar a lo largo de ese corredor (como una calle en el mar) era otra locura. Fue la que intentó.
Con un remo improvisado (como todo lo que había en la balsa), que descansaba atado al palo de la camisa-bandera —para evitar que una ola se lo llevara—, comenzó una tarea desesperada: remar hasta el primer submarino.
Los disparos (el cuarto, el quinto, el sexto...) se fueron sucediendo alternadamente —primero un submarino, y luego el otro—, a intervalos regulares (“como los pasos de un elefante retumbando en la selva”, pensaba Tomás), a un lado y otro de la balsa.
A medida que avanzaba hacia el primer submarino, éste iba emergiendo del agua dejando visible una proa filosa de metal. El oleaje que provocó su salida a la superficie tumbó la balsa de Tomás, que salió despedido, cayendo de espaldas en el mar.
El agua fría le golpeó los hombros y la espalda, y un millón de burbujas le nublaron la vista, encegueciéndolo por un momento.
Ahora el agua parecía menos fría. La sensación empezaba a ser agradable, placentera, cuando una voz (como la de su padre) retumbó más allá del agua, desde un espacio lejano, diciendo:
—¡Tomás, apurate! ¡Yo también me tengo que duchar!
Tomás se pasó la mano por la cara, hizo a un lado sus pelos mojados y pudo ver claramente la bañera, la cortina de plástico con flores verdes y amarillas y, más allá, su toalla anaranjada.
La tomó, se secó y salió del baño.
Douglas Wright
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