Algunas flores prefieren las armonías clásicas, piensa el Jardinero Mágico. Otras, en cambio, se sienten más a gusto con los acordes disonantes y los ritmos sincopados.
(El Jardinero Mágico se publica regularmente en Imaginaria.)
—La cosa es fácil —le dijo Ezequiel a Matías—. Esta tarde tenemos que dejar terminado el guión para la obra de teatro del acto de fin de curso. Matías se sentó del otro lado de la mesa redonda de la sala de la casa de Ezequiel, y mientras abría su cuaderno de tapas rojas, dijo: —Para empezar tengo una idea simple. Un policía del futuro viaja al pasado (es decir, al presente) para detener a un tipo malo (un androide musculoso) que también viene del futuro (y que es su enemigo allá) y evitar que lo mate en este presente en el que el policía bueno es un chico que va al colegio y vive con su mamá. —Está bien —dijo Ezequiel—. Es simple pero funciona. Además, por algún lado tenemos que empezar. ¡Yo ya tengo el final! —Dale, ¿cuál es? —preguntó Matías. —The End —dijo Ezequiel (exagerando la pronunciación). —Genial. Nos vamos a anotar un poroto con la profesora de inglés. —Además se me ocurre que el tipo, el policía bueno, viaja al presente en una nave rara. Podría tener dos puntas como los cuernos de un casco vikingo. —Ezequiel hizo un gesto con las manos sobre su cabeza. —Me gusta, Zequi. Seguí... Ezequiel (Zequi, para los amigos) continuó: —En esa nave viaja, sin que nadie lo sepa, una criatura terrible. Mortífera. Alta como un jugador y medio de básquetbol (de los de la NBA), con una cabeza alargada y huesuda y una doble dentadura de metal en la boca, con dientes afiladísimos de acero no necesariamente inoxidable... total, si son para matar también pueden infectar, ¿no? —Y una baba espesa y turbia —agregó Matías—, chorreando constantemente. —Sí, como pegamento. —Buenísimo —dijo Matías—. Tiene una sangre especial de un líquido verde radiactivo que si te salpica te derrite todo. Y puede escupir cartuchos como los de dinamita, pero más potentes. —Un ser absolutamente invencible —Ezequiel se lo estaba imaginando—, una perfecta máquina de matar que va eliminando, uno a uno, a toda la tripulación, dejando al policía bueno sin posibilidad de salvación. —¡Fantástico! —Matías ya estaba entusiasmado—. Entonces el policía bueno lo liquida y llega al presente. —Bien resuelto, Mati. —El tipo tiene una especie de pistolera como la de los cowboys pero con una bazooka recortada de tres caños y mira láser infraverde (que además de ver en la oscuridad le permite ver en la selva más tupida). —Súper. El policía bueno ya está en el presente. Toma un ómnibus para ir al barrio de su infancia, y evitar que el androide malo, que también está en el presente, mate al chico —Ezequiel se había parado y estaba gesticulando—. El androide malo pone una bomba en el ómnibus en el que viaja el policía bueno, que va a explotar si no se la pasan andando a los piques por lugares peligrosos como puentes sin terminar de construir, avenidas de contramano y túneles de subterráneos. Él aprovecha para enamorarse de la conductora del ómnibus que es linda pero maneja muy mal. —Y cuando llega a su casa (la de su infancia) el androide malo ya raptó a su madre, que desde la ventana del altillo alcanza a gritarle a su hijo que viene del colegio (y que es el policía bueno cuando era chico) que escape porque está en peligro —Matías tomó aire y continuó—. Y sobre todo, que no hable con extraños. Un flor de problema para el policía bueno, que no consigue que el chico que era él en el pasado confíe en el policía que es él en el futuro (es decir, en el presente). Un problema psicológico del que el androide malo va a intentar sacar partido. —En ese preciso momento se inunda todo —Ezequiel trazó una línea horizontal con la mano—. El policía bueno aparece navegando en una balsa de troncos con el chico (con él, chico) mientras el androide malo es el líder de la tripulación de bandidos de un enorme buque oxidado (en el que mantiene prisionera a la madre). —Ezequiel cayó sentado sobre su silla, agotado. —Bien —recapituló Matías—. Hasta ahora tenemos un policía bueno del futuro, un androide malo (también del futuro) que viene a matarlo, una madre y su hijo (del presente), un ómnibus desbocado, un poco de romance con la conductora (que maneja mal) y la cuestión de los barcos y el mar. ¿Qué nos falta? Ezequiel estaba pensativo: —Y... el policía bueno podría llegar a una isla gobernada por monos inteligentes donde se enamora de una chimpancé bonita (ya que la conductora del ómnibus desapareció en el mar, pobre), una mona muy mona. Ella lo salva de unos monos malos que quieren convertirlo en esclavo (y entonces se enamoran). Pero tienen que escapar y esconderse en la selva que está en medio de la isla de los monos. Los monos malos están a punto de atrapar al policía bueno y a su novia mona cuando... —¡Miles de naves marcianas invaden la Tierra! —lo interrumpió Matías. —¡Sí! —Ezequiel había recuperado su energía—. Millones de platos voladores (que emiten un silbido ululante) oscurecen el cielo de la Tierra (es decir, de la isla en medio del mar que es la Tierra ahora). —El policía bueno —siguió Matías— se fabrica una nave espacial con los restos de su balsa de troncos (y algunas piedras y ramas que encuentra por ahí) y sale volando a luchar contra los marcianos. —Por la ventanilla de uno de las platos voladores alcanza a ver al androide malo, que está ayudando a los marcianos (también malos) y a su madre, que sigue prisionera (pero que ya se está acostumbrando). —El chico (que se quedó en la isla con la mona mona) descubre que si transmite por altoparlantes la voz de Homero Simpson, a los marcianos les estalla la cabeza (saltando jugo morado por todas partes) —Matías realmente creía que la voz de Homero podía enloquecer a cualquiera—. Los platos voladores empiezan a caer uno por uno. El que lleva a su mamá cae en el agua, cerca de la playa. El androide malo se golpea la cabeza contra un marco de metal y de repente se da cuenta de que no vale la pena seguir siendo malo (porque en una próxima película va a volver como un androide bueno y arrepentido de lo que hizo en la primera película y entonces para qué...). Deja libre a la madre (y hasta le da la mano para ayudarla a bajar a tierra). —Y todo termina con una gran fiesta. —¡Un musical, eso nos faltaba! —Sí. Mientras una orquesta de seres extraterrestres muy raros y simpáticos tocan unos instrumentos (también raros y simpáticos) el mar se va evaporando, la tierra reverdece y los monos y los hombres (los que formaban la tripulación del gran buque oxidado y los que eran esclavos de los monos) hacen las paces para siempre. —Todos cantan y bailan en el escenario al ritmo de una música rara (y simpática) —Matías ahora bailaba alrededor de la mesa, como poseído. —Se ve a la madre reprendiendo al chico por no haberle hecho caso en eso de no hablar con extraños —agregó Ezequiel con cara seria. —Mientras las luces se van apagando gradualmente, se ve al policía bueno y al androide malo (ahora bueno también) viajando en la nave de troncos (y piedras y ramas) de vuelta al futuro —ahora Matías miraba por la ventana y señalaba al cielo. —Bueno, el guión ya está listo —dijo Ezequiel frotándose las manos (con un gesto de satisfacción)—. Ahora hay que pensar en los materiales para la utilería. —Creo que vamos a necesitar unas seis placas de telgopor para la nave espacial— decía Matías mientras anotaba—, y dos rollos de goma EVA. No, mejor tres. Uno entero para el mar. Papel plateado para las estrellas y terciopelo negro para el cielo. Dos ventiladores (el de la Dirección y el de la Secretaría) para los efectos especiales. —¡Y que cada uno traiga su disfraz y su arma! —En la escena de la isla, podemos hacer que los monos hablen en un idioma inventado (con palabras como XYGR y LKXÑ) mientras vamos pasando una cinta de tela al pie del escenario (que se desenrolla de un lado y se va enrollando del otro) con los subtítulos en castellano. —Y un cartel rojo con las palabras THE END.
"Olía peor que un camión que transporta desechos de pescado, y hasta los gatos arrugaban la nariz al verme pasar." (Fragmento tomado de la novela “Sucio, malo y feo”, de Harry Dirty.)
Aquella mañana no sonó el despertador y eso significaba que no había escuela. Ni clases, ni fútbol, no había apuro. Tomás se quedó remoloneando en la cama, mirando los puntitos de polvo que flotaban en el aire de su pieza. La luz del sol que entraba por la ventana los iluminaba como si fueran polvo mágico (“como aquél que dejaban las hadas a su paso”, pensaba Tomás). Era un verdadero placer (tan grande como saborear las tortas de chocolate de su tía Matilde) disfrutar de ese momento en que pasaba de estar dormido a estar despierto. Y alargarlo todo lo posible. Por fin —ya casi despierto del todo—, Tomás bajó de su cama y se dirigió al baño. Lavarse la cara (como lo hacía cada mañana a los apurones) pondría el punto final a ese estado de tibia modorra. El baño estaba en penumbras. Tomás fue directo al lavabo y de un modo automático hizo dos cosas a la vez: con una mano abrió una de las canillas, y con la otra tiró de la cadenita que encendía la luz que estaba sobre el espejo (una tulipa de estilo antiguo —que le gustaba tanto a su mamá). El espejo estaba iluminado y el agua de la canilla corría, pero Tomás notó que algo faltaba. A sus espaldas podía ver la puerta del baño, entreabierta, y un par de batas que colgaban de unos ganchos dorados atornillados a ella. Por el espacio entreabierto de la puerta se alcanzaba a ver —en la penumbra del pasillo— la mitad de un cuadro y la mitad de un jarrón apoyado sobre media mesita con patas sobrecargadas de adornos dorados (que también le gustaban tanto a su mamá). Y eso era todo lo que veía. Eso era todo lo que podía ver en el espejo. Lo que faltaba —ahí, en el centro—, era su imagen, su reflejo. Delante de la puerta, de la mesita, del cuadro y del jarrón (también decorado como le gustaba a su mamá), faltaba él. Recién entonces Tomás se dió cuenta de que se había vuelto invisible. Con una mano tomó el cepillo de dientes —que cruzó volando por el espejo. Con la otra, el tubo de pasta —que flotó hasta posarse lentamente sobre el cepillo (como un zepelín en una película antigua). En el cuenco de sus manos —que no se veían ni en el espejo ni fuera de él— juntó agua del lavabo. Con el agua —que caía de la nada como una catarata en miniatura— se lavó la cara (tal como lo hacía, apurado, cada mañana). Pero esta vez no había manos ni cara: sólo agua. Mientras se secaba, pudo ver la forma de sus manos debajo de la toalla que flotaba en el aire, pero no sus manos, ni sus brazos, ni siquiera las mangas de su pijama. No sólo su cuerpo era invisible sino también su ropa, su ropa de dormir —su pijama a rayas rojas y blancas. Sentía una mezcla de temor y excitación. Decidió bajar. En la mesa de la cocina, su padre, su madre y su hermana —menor que él— estaban desayunando. Había café con leche y tostadas con mermelada. Nadie lo vio bajar las escaleras. Nadie lo vio dar la vuelta a la mesa redonda de la cocina. Y nadie lo vio pararse frente a su silla. Lo que sí vieron todos fue cómo la silla de Tomás se corría sola hacia atrás. Y tres pares de ojos casi se salen de sus órbitas cuando la jarra flotó por el aire y llenó su taza, y dos terrones de azúcar —que parecían colgar de unos hilos transparentes—cayeron, con un salpicón, sobre el café con leche humeante. Lo que siguió parecía salido de una película muda. Tres sillas se tumbaron hacia atrás al mismo tiempo. El padre, la madre y la hermana de Tomás —que era menor que él— se pararon espantados, con las manos aferradas al borde de la mesa. Tres pares de ojos desorbitados miraron la silla vacía. Y tres personas dieron media vuelta y salieron corriendo en tres direcciones distintas. Sólo faltaban —como en los dibujos animados— las nubecitas de polvo flotando en el aire. En su lugar, lo que flotaba era una tostada con mermelada rumbo a la boca invisible de Tomás. Estaba a punto de morderla cuando oyó una voz detrás de él, que venía de la puerta que daba al jardín: —¡Nooo! ¿Qué vas a hacer? —¿Eh? —exclamó Tomás mientras se daba vuelta en su silla. Era su madre, parada en la puerta de la cocina. Tenía un pañuelo de colores en la cabeza (lleno de esos adornos recargados que tanto le gustaban), un overol gastado, y unas tijeras de podar en la mano. —Acordate que sos alérgico a la mermelada de frutilla. Esperá que te traigo la de naranja. Por la ventana de la cocina podía ver a su padre llevando una carretilla, y a su hermana —menor que él— juntando las hojas caídas con un rastrillo rojo. El sol de otoño acariciaba todo el jardín con una mano tibia, y entraba por la ventana de la cocina haciendo brillar los puntitos de polvo dorado que ondeaban en lentos espirales (como si un hada hubiera acabado de pasar por ahí).
El sábado por la mañana —como todos los sábados— Tomás jugaba al fútbol con el equipo de su escuela. Cada vez contra una escuela diferente. Tomás y sus compañeros de equipo —que, además, eran sus amigos— se reunieron media hora antes del partido en la canchita del campo de deportes de la escuela. Estaba en los suburbios (“donde las casas eran más bajas y los árboles eran más altos”, pensaba Tomás). Se estaban cambiando en el vestuario. Tomás acababa de darle un montón de vueltas complicadas a los cordones de sus botines con tapones —regalo de Navidad del tío Roberto—y de hacerle un nudo triple a cada uno, cuando entraron los chicos del otro equipo. Dieron un saludo general, y se ubicaron en el sector del vestuario reservado para los visitantes. Por ahí pasaron Tomás y sus compañeros rumbo a la puerta de salida. Tomás era el último de la fila. Uno de los chicos del equipo invitado —que estaba agachado atándose un botín— levantó la cabeza en el momento justo en el que Tomás pasaba por su lado, y quedó cara a cara frente a él. Tomás tuvo la impresión de estar frente a un espejo (como cada mañana cuando se peinaba antes de salir para la escuela). Pero ahí no había ningún espejo. Sólo el chico que estaba parado frente a él —con un botín a medio atar— y que lo miraba con la misma cara de asombro con la que Tomás lo miraba a él. Ambos eran idénticos. Lo primero que hicieron —los dos al mismo tiempo— fue tocarse las caras. Cada uno tocó la mejilla del otro —con un movimiento idéntico— para comprobar que lo que cada uno tenía por delante no era un espejismo sino algo real y tangible. Tomás retrocedió, un poco asustado y un poco curioso. La cara del otro chico reflejaba los mismos sentimientos y sensaciones que la de él. Hubo un silencio expectante, que Tomás rompió con un saludo: —Hola. Me llamo Tomás, ¿y vos? —dijo, mientras le extendía su mano abierta. En la cara del otro chico se dibujó —como una sombra— la desconfianza. Dijo con un murmullo casi inaudible: —Yo también me llamo Tomás —y, tímidamente, estrechó la mano que Tomás le extendía. Los dos equipos fueron saliendo a la cancha, y ya no quedaba nadie más que ellos en el vestuario. Se sentaron frente a frente en una banqueta de madera llena de ropa desparramada y bolsos a medio cerrar. Esta vez fue el otro chico —el otro Tomás— el que habló: —¿Qué está pasando? No entiendo nada. —Yo tampoco —respondió Tomás—. Decime, ¿de qué escuela sos? —De la número nueve, del distrito cuatro —contestó el otro Tomás. —¡Pero, ésa es mi escuela! —exclamó Tomás—. ¿Y dónde vivís? —Calle dieciocho, número ciento noventa y dos —respondió el otro. —¿Y cómo se llama tu mamá? —Ester —dijo, preocupado. —¡Igual que la mía! —Tomás abría los ojos cada vez más grandes. Agregó: —¡No puede ser! ¡Es imposible! Debés estar bromeando. —Es verdad —dijo el chico—. ¿Por qué iba a mentirte? —Está bien —lo tranquilizó Tomás, tranquilizándose a sí mismo—. Veamos... Tenemos el mismo aspecto; es más, somos idénticos. Tenemos el mismo nombre, vivimos en la misma casa y vamos a la misma escuela. Entonces: ¡somos la misma persona! El otro chico —el otro Tomás— abrió la boca como para decir algo, pero fue Tomás el que volvió a hablar: —¿Escuchaste hablar de la clonación? —Algo. —Me parece que uno de los dos es un clon del otro —dijo Tomás preocupado. —Sí, pero ¿quién es el Tomás original y quién es el clonado? ¿Quién es el verdadero Tomás? Ahora fue Tomás el que se quedó mudo. El final de la frase le sonaba como un eco en la cabeza. —Tomás... ¡Tomás!... ¡TOMÁS! Una mano —en un guante de arquero— le sacudía el hombro. La imagen de Felipe apareció junto a la suya reflejada en el espejo del baño, frente al lavatorio. Con una sonrisa despreocupada, le dijo: —Apurate, Tomás, te estamos esperando. El partido está por comenzar.
Atardecía. Era el comienzo de uno de esos crepúsculos largos en los que una luminosidad rosada permanecía en el aire hasta mucho después de que el sol se hubiera perdido detrás del horizonte (“lo de perderse era una manera de decir, ya que el sol sabía muy bien adónde iba”, pensaba Tomás). De esos momentos en los que el día parecía que no terminaba nunca de irse, y la noche no terminaba nunca de llegar. Una parte del día tan definida como la mañana, la tarde o la noche. La hora preferida de Tomás. Había hecho planes para ir al cine con dos amigos. Pensaban encontrarse en uno de esos bares que hay en las estaciones de servicio —que permanecen abiertos día y noche— para tomar una gaseosa hasta la hora en que comenzara la película. Estaba en la parada de la esquina de su casa, cuando el ómnibus llegó. Subió contando las monedas para el boleto (nunca encontraba el cambio justo y tenía que buscar en todos los bolsillos la que le faltaba —que siempre estaba en el último, no importaba por cuál empezase a buscar). Las depositó en la máquina automática que con un ruido de gárgara metálica le entregó la lengua blanca de un boleto —que Tomás fue mirando rumbo al asiento del fondo. Ahí —justo en el medio— era donde le gustaba sentarse. Recién en ese momento —ya ubicado en su sitio preferido— levantó la cabeza y miró hacia el pasillo que se extendía frente a él hasta la parte delantera del micro. Parecía larguísimo desde ese lugar. Todas las luces interiores estaban encendidas y le daban al vehículo un aire de feria o de kermesse (como aquellas que se organizaban para juntar fondos para la escuela). No había pasajeros en los asientos, y tampoco había pasajeros de pie. El ómnibus estaba vacío: completamente vacío. Además, nadie lo conducía. El asiento del conductor —como todos los demás— también estaba vacío. ¡Muy vacío! Tomás se levantó y vió su imagen reflejada en las ventanillas laterales. El reflejo mostraba a un joven alto y atlético, de cutis moreno y ojos rasgados, con el pelo negro, lacio y brillante (“como partido por la espada de un samurai”, pensaba Tomás). Vestía un uniforme azul oscuro y una botas altas de cuero negro. A medida que Tomás avanzaba por el pasillo, el ómnibus aceleraba la marcha. Los autos que circulaban por la avenida le abrían paso, espantados. El vehículo se sacudía de un lado para el otro, haciendo que Tomás golpeara contra los asientos vacíos. Debió aferrarse fuertemente del pasamanos para poder avanzar. Por las ventanillas, las luces de la avenida —y de los autos que iban quedando atrás— eran borrones de color sobre un fondo negro. Ya estaban llegando al centro de la ciudad. Los edificios eran más altos —los borrones de luz se perdían por arriba de las ventanillas— y había muchísimos vehículos circulando por la avenida —lo que hacía que el ómnibus avanzara en un continuo zig-zag. Los topetazos laterales contra los autos eran cada vez más frecuentes y violentos —lo mismo que los ruidos de las frenadas y los bocinazos. Una masa luminosa —que abarcaba todo el ancho del parabrisas— se le venía encima a gran velocidad. Tomás —que había logrado llegar hasta la parte delantera del micro— se sentó al volante. Su bota de cuero negro se hundió en el pedal del freno, pero nada, no respondía. Una luz potente (que parecía provenir de una nave extraterrestre) encandiló a Tomás, encegueciéndolo. Giró el volante hacia un lado, violentamente, pero tampoco hubo respuesta. Ahora podía ver nítidamente el frente de un edificio (ésa era la gran masa luminosa, ésa era la nave extraterrestre), y estaba a punto de chocar contra él. Era un cine. La marquesina iluminada —con el nombre del cine y el título de la película que proyectaban. Las caras de las personas en la cola de entrada —con sus programas en la mano. La ventanilla de vidrio de la boletería —con la abertura semicircular en la parte inferior por donde el boletero recibía el dinero y entregaba las entradas. La cara del boletero que miraba fijamente a Tomás y movía los labios sin que él pudiera entender lo que le decía. Desde atrás, la voz de Matías le dijo: —Dale, Tomás, sacá las entradas. A su lado, la voz de Julián agregaba: —Sí, tres menores. Pedí fila ocho. Bien adelante. Tomás sacó del bolsillo tres billetes nuevos y se los entregó al boletero.
Para Tomás, el jueves fue un día complicado. Cuando despertó por la mañana, su cama flotaba a la deriva en medio del mar. El sol brillaba alto, y no había una sola nube en el cielo. La paz era total. Y también el silencio. La brisa suave que le acariciaba el torso bronceado parecía ser lo único que se movía —además del suave vaivén de las olas. Un par de gaviotas —de las que primero se oyeron sus chillidos agudos— aparecieron en el horizonte como dos puntos blancos, inquietos. Se fueron acercando a Tomás y pasaron revoloteando —jugueteando entre sí— por encima de su cama, que ahora era una balsa de troncos atados unos a otros con cuerdas gruesas y rústicas llenas de hilos sueltos (“como los pelos despeinados del bigote de su abuelo”, pensaba Tomás). La impresión de ser observado lo puso en un estado de alerta. Le sacudió de golpe los restos del sueño. Lo despertó por completo. A lo lejos (aunque en el mar todo parece estar lejos), perdiéndose por momentos entre las olas, alcanzó a ver el periscopio de un submarino. Tomás se puso de pie. Ya no era un niño flacucho. Ahora era un hombre alto y fuerte. Vestía los restos de un pantalón hecho jirones, y su camisa desflecada ondeaba —como una bandera— del palo que se alzaba en un extremo de la balsa. Un bulto de cuero marrón, que parecía un abrigo, estaba enrollado como una almohada improvisada en la que todavía se podía ver el hueco de su cabeza. Un ruido sordo (como el de un gran tambor golpeado debajo del agua) lo sorprendió. Una ola empujó la balsa de costado mientras algo parecido a un enorme delfín pasaba a gran velocidad por su lado —dejando un rastro de burbujas, y una línea de espuma que se iba diluyendo en dirección al periscopio. El sacudón casi lo tira al suelo de troncos y sogas bigotudas. Una explosión sonó del lado opuesto al periscopio: un torpedo había estallado. En medio del arrebato de olas provocado por la explosión, un segundo periscopio asomó su ojo. Un nuevo torpedo —silencioso y burbujeante— dibujó su trayectoria de espuma en dirección al primer periscopio. Tomás oyó una nueva explosión. Se encontraba en medio de una batalla naval entre submarinos. ¿Qué hacer? Si intentaba remar hacia un costado para salir de la línea de fuego, corría el riesgo de que esta vez sí le acertaran. Las huellas de los disparos habían dibujado un corredor del ancho de una calle, y salir de él era una locura (¡ya sonaba el tercer disparo!). Remar a lo largo de ese corredor (como una calle en el mar) era otra locura. Fue la que intentó. Con un remo improvisado (como todo lo que había en la balsa), que descansaba atado al palo de la camisa-bandera —para evitar que una ola se lo llevara—, comenzó una tarea desesperada: remar hasta el primer submarino. Los disparos (el cuarto, el quinto, el sexto...) se fueron sucediendo alternadamente —primero un submarino, y luego el otro—, a intervalos regulares (“como los pasos de un elefante retumbando en la selva”, pensaba Tomás), a un lado y otro de la balsa. A medida que avanzaba hacia el primer submarino, éste iba emergiendo del agua dejando visible una proa filosa de metal. El oleaje que provocó su salida a la superficie tumbó la balsa de Tomás, que salió despedido, cayendo de espaldas en el mar. El agua fría le golpeó los hombros y la espalda, y un millón de burbujas le nublaron la vista, encegueciéndolo por un momento. Ahora el agua parecía menos fría. La sensación empezaba a ser agradable, placentera, cuando una voz (como la de su padre) retumbó más allá del agua, desde un espacio lejano, diciendo: —¡Tomás, apurate! ¡Yo también me tengo que duchar! Tomás se pasó la mano por la cara, hizo a un lado sus pelos mojados y pudo ver claramente la bañera, la cortina de plástico con flores verdes y amarillas y, más allá, su toalla anaranjada. La tomó, se secó y salió del baño.
Tomás estaba en lo de Quique, su mejor amigo. Miraba por la ventana de su habitación , en el primer piso de una típica casa de los suburbios (de ésas que tienen un jardín que las rodea por los cuatro costados —y al que hay que cortarle el pasto cada dos semanas). Habían terminado de preparar una clase especial de Geografía —con mapas, láminas y todo eso— y Quique había bajado a preparar la merienda. Pensaban sentarse a mirar la tele —en media hora comenzaba uno de sus programas favoritos de dibujos animados. Con la cara pegada al vidrio, Tomás miraba distraído los árboles que estaban al otro lado del jardín, en el límite con la vereda. Siempre que terminaba algún trabajo que le exigía una concentración intensa y prolongada (“¡y preparar aquella clase lo había sido!”, pensaba Tomás), él quedaba así, un poco ido, absorto... Tenía que mejorar sus calificaciones de Geografía, y Quique y él habían hecho un trabajo agotador. Necesitaban —y merecían— un descanso. De repente, como salido de la nada —y ocupando todo el campo de visión de la ventana— apareció, flotando delante de él, un dragón volador... Era grande y gordo (como esos juguetes de gomaespuma), su cuerpo estaba totalmente cubierto de escamas blancas, brillantes, y tenía cara de bueno. Parecía asustado. Con las patas delanteras —que eran enormes— rascaba el vidrio de la ventana. Sus ojos estaban clavados en los de Tomás. Implorando. Tomás abrió la ventana y asomó medio cuerpo. Entonces el dragón le habló: —Me llamo Drago y necesito ayuda —dijo con una voz finita. —P-pero... ¿q-qué? balbuceó Tomás, que no terminaba de entender lo que estaba sucediendo. —Subí que te cuento —dijo el dragón. Y agregó: —¡Tengo que salir rápidamente de aquí, si no, los Gargos me van a atrapar! —¿Los Gargos? ¿Quiénes son los Gargos? —alcanzó a preguntar Tomás mientras se trepaba al cuello de Drago y se tomaba fuertemente de las escamas como si fueran las crines de un caballo. Drago era mullido y tibio. Cómodo. Sus escamas, suaves como plumas, le cosquilleaban las pantorrillas, que apretaba con firmeza contra los costados del cuello del dragón. —Los Gargos son un ejército de gárgolas voladoras que custodian el estudio de los Wharling Brothers. —¿El de los dibujos animados? —El mismo. —¿Y por qué te persiguen? —Porque me escapé del estudio. Yo soy un dibujo animado. Los Gargos también lo son. Volaban a mucha altura. El barrio de Quique se veía chiquito desde tan arriba (“como una de esas maquetas que hacían para la clase de Ciencias Sociales en las que había que representar el barrio donde uno vivía usando cajitas de fósforos, pedacitos de telgopor y árboles hechos con ramitas”, pensaba Tomás). Pero Tomás no sentía vértigo (lo que era extraño, ya que cuando viajaba en ascensor o se asomaba a un balcón, el estómago le hacía cosquillas y el corazón le palpitaba con fuerza). Se sentía seguro en el cuello de Drago. Le iba a preguntar cómo era posible que él fuese un dibujo animado cuando, detrás de unas nubes, aparecieron —formados como un escuadrón de caza-bombarderos de una película de la Segunda Guerra. Eran como veinte. Grises, casi negros. Los ojos rojos, furiosos (los dibujantes del estudio habían hecho un buen trabajo). Ásperos, con plumas de piedra —muy diferentes de las de Drago. Parecidos a las gárgolas de las antiguas catedrales góticas —como la de El Jorobado de Notre Dame— en las que, seguramente, se habían inspirado para diseñarlos. Feos. Muy feos. Salieron a cielo abierto, deshicieron su formación y los rodearon. Drago quedó paralizado, como flotando en el aire, sin avanzar ni retroceder (algo que sólo los dibujos animados podían hacer —y hacían con frecuencia.). Las piernas de Tomás sintieron cómo el cuello de Drago palpitaba de miedo. De terror. Tomás, en cambio —aunque percibía el peligro de la situación en que se encontraban—, no tenía miedo. Estaba calmo —en realidad—, lo que era raro porque Tomás era bastante miedoso. Y lo sabía. Los Gargos comenzaron a volar en círculos alrededor de ellos como una bandada de buitres sobre un animal muerto (ésto lo había visto muchas veces en las películas del Oeste). Parecían llevar a cabo un oscuro ritual de muerte antes del ataque final. —¿Q-qué ha-hacemos? —tartamudeó Drago. —Dejate caer a plomo —se le ocurrió improvisar a Tomás—. Sos más pesado que ellos y vamos a caer más rápido —agregó. Su voz sonaba rara (como la suya, pero más áspera, más segura, más determinada). No tenía un espejo donde mirarse —ni tiempo para hacerlo, de haberlo tenido— pero notó que sus manos, sus brazos y sus piernas —que se aferraban cada vez con más fuerza al cuello del dragón— eran de color azul. Y que mechones largos de un pelo enrulado y grueso, color violeta, caían a los costados de su cara sobre unos hombros anchos. —Está bien —dijo Drago, y se dejó caer como una bola de plomo (“como un zepelín de plomo”, pensaba Tomás). Sensación de vacío. Estómago en la boca. Cosquillas en las sienes, y pelos flameando hacia arriba como una bandera violeta. Desde arriba, algo se posó sobre uno de sus hombros (¿la garra de algún Gargo que lo alcanzaba?) y lo sacudió suavemente... —Tomás. Hace rato que te estoy llamando. ¿No me escuchás? —Quique estaba parado a su lado, con un repasador arrugado en una mano, y un pan con manteca y mermelada en la otra. —¡Eh! ¿Qué? —Tomás apartó su cara de la ventana. —El café con leche está servido. Y el programa de dibujos está por empezar. Hoy dan una película de dragones.
Tomás volvía del entrenamiento de su equipo de fútbol —el equipo de su escuela. Ya había oscurecido. Las luces de la calle estaban encendidas y la sombra de los árboles dibujaba formas raras en la vereda. Tomás se disponía a cruzar la calle para recorrer la última media cuadra hasta su casa cuando... Un enorme caballo negro le pasó al galope por delante, rozándolo. Llegó hasta la esquina —donde su silueta a contraluz proyectó una sombra larguísima— y giró para volver a la carga sobre él. Lo montaba un guerrero gigantesco que vestía un traje de cuero negro lleno de tachas de metal (“un heavy-metal de la antigüedad”, pensó Tomás) y una gran capa — también negra— que caía sobre las grupas de su caballo. El guerrero no tenía cabeza. Sí tenía una espada larga, que aferraba con una poderosa mano enguantada —también en cuero negro tachonado— que comenzó a llevar hacia arriba y hacia atrás en el preciso momento en que espoleaba su caballo y lo hacía arrancar, de un salto, hacia adelante. Ya estaba encima de él cuando Tomás alcanzó a echarse hacia atrás. La espada silbó sobre su cabeza — dejando una huella invisible y fría— y cortó limpiamente una de las ramas del árbol que estaba a su lado. Ésta cayó sobre él, rasguñándole la cara. Tomás pasó el dorso de su mano por la mejilla ensangrentada y notó dos cosas: su mano también estaba enguantada —en cuero marrón— y, debajo de su mejilla y alrederdor de su boca —abierta todavía en un gesto de sorpresa— había una barba y un bigote. Se puso de pie rápidamente. Ahora medía un metro noventa de altura (un poco más que su tío Pedro, que era el más alto de la familia) y se sentía fuerte y poderoso. La calle era de tierra, las casas de su barrio eran de madera y tejas de laja —antiguas—, y de su cintura colgaba una espada. Y era su brazo extendido el que se alzaba por el aire empuñando su espada, mientras el jinete sin cabeza galopaba hacia él, por el medio de la calle, levantando una nube de polvo gris. Las espadas chocaban con un metálico “CLANG” (como el de una campana) cuando una luz blanco-amarillenta lo encegueció. Una voz, que sonaba por detrás de la luz cegadora, dijo con un tono de fastidio —casi de enojo: —¡Basta, Tomás! ¡Sacá el dedo del timbre! ¿Qué pasó? ¿Otra vez te olvidaste la llave? La madre de Tomás estaba parada en la entrada, con una mano sobre la cintura y la otra sosteniendo la puerta abierta. La luz del vestíbulo iluminaba la cara de asombro de Tomás.
Como cada mañana, Tomás salía de su casa rumbo a la escuela. Era temprano, y la mañana de lunes se sentía más temprana que todas las demás. Le dió un beso a su mamá (o, mejor dicho, su mamá alcanzó a darle un beso mientras él atravesaba la puerta de calle) y ya caminaba por la vereda en dirección a la esquina cuando cientos de naves espaciales ensombrecieron el cielo. Se trataba, en realidad, de platos voladores —redondos, metálicos, plateados— con una cúpula —también metálica— en el centro, como el platillo de la batería de un grupo de rock. La primera reacción de Tomás —automática, instintiva, inútil— fue agacharse. Después corrió, y, por último, se parapetó detrás de un auto estacionado. Eso no mejoraba su situación pero al menos le permitía observar sin ser observado (“que es como uno puede mirar las cosas con tranquilidad”, pensaba Tomás). Tal vez la costumbre de jugar a las escondidas —como una deformación profesional de la infancia— le hacía pensar así. Las naves —los platos voladores— se dirigían, sin duda, al centro de la ciudad en una formación similar a aquella en que volaban los pájaros que Tomás solía ver los fines de semana en la quinta de sus tíos. Como un triángulo alargado. Una cuña voladora. Tomás subió al auto detrás del cual se había parapetado (que, milagrosamente, tenía las llaves puestas) y, haciendo chirriar las gomas, salió disparado calle arriba, en dirección al centro. Cualquier chico hubiera corrido a su casa —que estaba sólo a media cuadra— a buscar la protección de sus padres y de su pieza (“la pieza es donde uno se siente más seguro”, pensaba Tomás). Pero Tomás ya no era un chico normal. Tomás ya no era un chico. Tomás era un héroe —como los héroes de sus películas favoritas. Una persona grande. Un adulto (como las personas grandes se llamaban a sí mismas). Camino del centro —a través del parabrisas de su auto en movimiento—, Tomás pudo ver unos cuantos colectivos abandonados, un montón de autos chocados (algunos que estaban volcados ya comenzaban a incendiarse), y muy poca gente en las calles. Las pocas personas que cruzaba en su camino corrían desesperadas (a guarecerse en sus casas, suponía). El silencio era total. Mortal. Al llegar a la Plaza Central notó que los tres edificios principales (para los adultos, ya que para ellos —los chicos como Tomás y sus amigos—los edificios importantes eran otros, como el cine o la heladería...) estaban en llamas: la Casa de Gobierno, la Iglesia Catedral y el Banco Central. El humo que salía de los tres incendios formaba una gruesa columna que se juntaba en el centro de la plaza y subía, en forma vertical, más arriba de las naves —los platos—, donde empezaba a abrirse como un gigantesco paraguas negro. Desde mucho más arriba del humo negro y de las naves, desde mucho más atrás de los edificios en llamas, como una cúpula sonora que vibraba sobre la plaza y sus alrededores, se oyó una voz poderosa y a la vez suave... —A ver, Tomás. ¿Que sucedió en 1492 cuando Colón partió con sus carabelas del puerto de Palos? ¿Qué buscaba? ¿Qué encontró?... ¡Tomás!... ¡TOMÁS! Era la voz de la señorita Marta, la maestra de Historia, que lo sacaba de su ensueño y lo devolvía a su banco de escuela.
Yo soy un marciano que vive en la Luna, soy un venusino que en Venus no está; yo soy un pingüino perdido en la bruma, soy un campesino en la Gran Ciudad.
Yo soy un marciano que vive en la Luna, soy un astronauta sin traje espacial; soy un submarino en una laguna, soy un barco hundido dele navegar.
Yo soy un marciano que vive en la Luna, en el lado oculto, del lado de atrás; yo soy un marciano que vive en la Luna, y que, de esa casa, ya no se va más.
Hace mucho, mucho tiempo (incluso antes de que yo naciera), el universo no tenía pájaros. Tenía planetas, como la Tierra, que circulaban por el espacio. Había planetas de roca, planetas de barro, planetas de agua y planetas de gas. Y también había planetas de pasto, de flores y de muchas cosas más. Un día (aunque en el espacio siempre es de noche), dos planetas, que circulaban en direcciones contrarias, chocaron con un gran estruendo (que es un ruido muy fuerte, como un estornudo interplanetario). Uno era un planeta de plumas. El otro era un planeta de picos y patas. Al chocar, las plumas, los picos y las patas se mezclaron y se fundieron a altas temperaturas (que, por suerte, no alcanzaron a quemar las plumas) y, del centro de la explosión, salieron volando millones de pájaros. Algunos vinieron a la Tierra (que estaba cerca), y otros se fueron a la Luna, a Marte y a Venus. Si los telescopios tuviesen micrófonos, podríamos oír el piar de los pájaros que viven allá.