31 de agosto de 2011
Qué grande que es todo cuando uno es un chico
Qué grande que es todo
cuando uno es un chico;
es grande el helecho,
es grande el malvón,
es grande la silla
y es grande el sillón.
Qué alto que es todo
cuando uno es un chico;
alto el picaporte,
la llave de luz,
alta la ventana
y alto el tragaluz.
Qué ancho que es todo
cuando uno es un chico;
es ancha la pieza,
es ancha la casa,
ancha la vereda
y ancha la terraza.
Qué inmenso que es todo
cuando uno es un chico;
inmensa es la noche,
inmenso es el día,
inmenso es el cielo:
¡inmensa es la vida!
28 de agosto de 2011
El tren - (Canción para mi armónica)
el tren llegó,
el tren llegó
a la estación.
Toca y toca su silbato,
sus vagones se menean
y un montón de nubes de humo
salen de su chimenea.
El tren paró,
el tren paró,
el tren paró
en la estación.
Ya las ruedas están quietas
sobre uno y otro riel,
baja gente, sube gente,
sube éste, baja aquél.
El tren partió,
el tren partió,
el tren partió
de la estación.
Otra vez suena el silbato,
otra vez arranca el tren,
nubes de humo, grises, vuelan
por encima del andén.
El tren llegó,
el tren llegó,
el tren llegó
a la estación.
El tren paró,
el tren paró,
el tren paró
en la estación.
El tren partió,
el tren partió,
el tren partió
de la estación.
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Canción: El tren
26 de agosto de 2011
La primavera llega...
Del otoño que pasó
un diseño sin igual;
qué elegancia, qué buen gusto:
¡es la paleta otoñal!
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Canción al otoño
El paisaje está herrumbrado
(rojo, amarillo, marrón);
el sol está desmayado
(medio pálido y tristón);
el tren de otoño ha llegado,
otra vez, a la estación
y yo lo miro, callado,
y le escribo esta canción:
“El paisaje está herrumbrado
(rojo, amarillo, marrón)”...
Ando medio alucinado...
25 de agosto de 2011
23 de agosto de 2011
Nada, nada se está quieto...
17 de agosto de 2011
En serio y en broma
El Botánico Jardín
Es un jardín muy botánico
el Botánico Jardín;
hay plantas, flores y estatuas,
y canteros con verdín.
Las plantas, de mil colores:
verde, amarillo, carmín;
las flores, de todo tipo:
rosa, lavanda, jazmín.
Es el jardín más botánico
el Botánico Jardín;
hay plantas, plantas, más plantas:
¡es el jardín más jardín!
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Es un jardín muy botánico
el Botánico Jardín:
las botas de las estatuas
están llenas de verdín.
16 de agosto de 2011
Yo canto desafinado
Yo canto desafinado,
¿qué me importa?, ¿qué más da?;
yo canto porque me gusta,
porque me gusta cantar.
Yo canto desafinado,
¿qué me importa?, ¿y a mí qué?;
yo canto porque me gusta,
y ése es mi modo de ser.
Yo canto desafinado,
¿qué me importa cantar mal?;
yo canto porque me gusta,
porque me gusta cantar.
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Canción: Yo canto desafinado
12 de agosto de 2011
Los restos de un naufragio...
Las bestias se calmaron...
10 de agosto de 2011
Estoy aburrido
Este sastre es un desastre
Este sastre es un desastre,
me hizo un saco sin botones,
una camisa sin mangas
y cortos los pantalones.
Este sastre es un desastre,
puso un botón sin ojal
y un cierre de cremallera
que abre bien y cierra mal.
Este sastre es un desastre,
me hizo el bolsillo al revés
y botamangas tan justas
que no me pasan los pies.
Este sastre es un desastre,
un desastre es lo que es,
uno le pide una cosa
y él la hace justo al revés.
8 de agosto de 2011
7 de agosto de 2011
Camino de ida, camino de vuelta
Cuando camino
Cuando camino, yo siento
que la vida anda a mi lado,
por delante, por detrás,
por arriba y al costado.
Caminar por caminar
para ir a ningún lado,
siendo yo el que camina
y siendo yo el caminado.
Cuando camino, yo siento
que el camino se disuelve;
yo soy el que anda de ida
y soy también el que vuelve.
Caminar por caminar,
ir tan sólo para ir,
y sólo andar por andar
y vivir para vivir.
Cuando camino, yo siento
que yo soy ese camino
en el que el rumbo es mi rumbo
y el destino, mi destino.
5 de agosto de 2011
Hay una plaza, cerca de casa
Hay una plaza, cerca de casa,
llena de calma, llena de paz;
sopla una brisa fresca y tranquila
sobre el pastito cortado al ras.
Hay una plaza, cerca de casa,
llena de calma, llena de paz;
abajo, sombras sobre el sendero,
arriba, ramas y el cielo atrás.
Hay una plaza, cerca de casa,
llena de calma, llena de paz;
la calma que anda por esta plaza
queda conmigo y no se va más.
3 de agosto de 2011
La plaza descompuesta
Martín fue el primero —y tal vez el único— en percibir que en la plaza pasaba algo raro.
Aquél martes por la tarde, después de terminar la tarea de la escuela, Martín fue hasta las hamacas del sector de juegos y se detuvo frente a su favorita. Asentó la cola sobre la tablita de madera roja, descascarada y, apoyándose en puntas de pie, la empujó para dar el envión que la echaría a andar, suavemente, hacia adelante. Pero no fue ésto lo que pasó.
En el momento en que Martín se sentó en la hamaca, ésta salió disparada y comenzó a subir como esas enormes ruedas que hay en los parques de diversiones. Dio un giro completo alrededor del caño que sostenía las cadenas, y se detuvo de golpe en el sitio de arranque quedando tal como estaba cuando Martín llegó a la plaza: completamente quieta.
Martín sintió el estómago en la garganta y cosquillas en la cabeza. No comprendía lo que había ocurrido.
Dos chicos que jugaban en el arenero lo miraron sorprendidos, y una niña pequeña, que sostenía un balde de plástico, lo señalaba con la palita. Martín estaba confundido.
Decidió intentarlo de nuevo. Pero esta vez prestó atención a cada uno de sus movimientos: la cola sobre la tablita descascarada, las manos firmes sobre las cadenas lustrosas, los tres pasos hacia atrás hasta quedar en puntas de pie haciendo fuerza con la espalda y, finalmente, tres movimientos que realizó al mismo tiempo, dió el último empujón hacia atrás, levantó los pies de suelo con un saltito de gorrión —como los que andaban por la plaza— y cayó sentado sobre la tablita que ya comenzaba moverse hacia adelante.
Enseguida se encontró —con las piernas extendidas y las rodillas rígidas— apuntando hacia el claro que se abría entre los árboles que rodeaban el sector de juegos. Después vino el cielo abierto, los edificios y los árboles que estaban detrás de la hamaca, pero al revés, todo el sector de juegos en un ángulo raro —como una bandeja que se vuelca hacia adelante con tazas, platos y cubiertos— y, finalmente, la llegada —como un avioncito de madera balsa que planea sobre el pasto.
Sí que era verdad. ¡Había dado la vuelta entera!
Cuántas veces él, Javier y Tomás se habían parado sobre aquella hamaca con las rodillas flexionadas para lograr más potencia en la salida y en cada una de las arremetidas por seguir subiendo. Hasta Mariana lo habían intentado. Pero nunca lograban ir más allá del punto en que las cadenas quedaban en posición horizontal. Ése parecía ser el límite último al que se podía llegar. Nadie podía ir más lejos: ni los chicos de la secundaria.
Y ahora él lo había logrado. Bueno, no había sido él, en realidad, sino la hamaca. De todos modos —y tal vez por ese motivo—, la experiencia había sido alucinante. Un escalofrío lo recorrió de pies a cabeza, como cuando Mariana le dijo que sí, que quería ser su novia.
La hamaca fue sólo el comienzo. En la siguiente media hora aprendió —si se le podía llamar así ya que cualquier cosa que él se proponía la hamaca la realizaba como si pudiera leerle la mente— a dar muchas vueltas seguidas —llegó a diecisiete sin parar—; a detener la hamaca en cualquier parte del recorrido —en el punto más alto, por ejemplo, en el que el mundo quedaba al revés—; a lograr que la hamaca anduviera hacia atrás —una experiencia extraña en la que todo parecía alejarse continuamente, como si el tiempo marchara al revés.
Probó todos los juegos. Se balanceó solo en el subibaja y hasta permaneció un rato arriba, como cuando jugaba con Miguel, que era bastante gordito. Se deslizó por el tobogán, pero de abajo hacia arriba. Dió vueltas en la calesita manual, a toda velocidad, como cuando la empujaban los chicos más grandes de la plaza, hasta terminar totalmente mareado, acostado de espaldas en el pasto, sintiendo que eran la plaza y el mundo los que giraban a su alrededor.
Las acrobacias que realizó en el tambor de lata —ese que parece un potro de montar— fueron dignas de un espectáculo de rodeo. Y en el pasamanos —en el que nunca había podido andar más de tres o cuatro peldaños porque las manos no le aguantaban más— hizo lo que le vino en gana: lo recorrió de ida y vuelta en una sola mano, y hasta saltó de peldaño en peldaño sosteniéndose con dedo meñique.
Y en eso estaba cuando el cuidador lo vió. Primero lo observó detenidamente, con los brazos en jarra, y luego comenzó a caminar frotándose el mentón. Martín pensó que vendría hacia él, pero no fue así. El cuidador se dirigió a su refugio, que estaba ubicado bajo tierra y cerrado por una puerta de chapa de la que colgaba un grueso candado. En la puerta había un cartel con la inscripcción: «PRIVADO». El cuidador quitó el candado, abrió la puerta, y se perdió en la oscuridad. Y allí permaneció un rato largo.
Martín esperó, inmóvil, sobre la tablita roja. Cuando el cuidador emergió de su refugio se encaminó hacia al teléfono público de la esquina. Mientras hablaba agitaba su mano libre imitando las acrobacias que Martín había realizado en el pasamanos. Entonces, Martín se fue a su casa.
Al día siguiente, una cinta de plástico blanco, con rayas rojas que la cruzaban en diagonal, impedía la entrada a la plaza. Un cartel indicaba: “PLAZA DESCOMPUESTA”.
Diez o doce personas, con uniformes azules y una inscripción amarilla en la espalda que él no alcanzaba a leer, entraban y salían del refugio del cuidador. Recorrían los juegos revisando los apoyos de las columnas de caño, probaban las bisagras, y controlaban las cadenas. Algunos tenían cascos con enormes viseras de acrílico, otros sostenían en la mano un soldador con un cable largo que se perdía en el interior de un vehículo que parecía una ambulancia azul. En el vehículo había una inscripción amarilla que esta vez sí podía leer: “ESCUADRÓN ESPECIAL DE MANTENIMIENTO DE PLAZAS”.
Un hombre bajito, con una gran gorra de general y anteojos negros, dirigía las operaciones desde una tarima de madera. Una mujer sentada al volante del vehículo azul fumaba con cara de aburrida. Trabajaron hasta que llegó la noche.
Al mediodía, cuando llegó de la escuela, Martín dejó los útiles y corrió hasta la plaza. Tenía un mal presentimiento. Lo confirmó cuando apoyó la cola sobre la tablita de su hamaca preferida, que ahora estaba pintada de un color azul brillante —como el camión del Escuadrón de Mantenimiento—, y en la que una inscripción amarilla indicaba: “PLAZA REPARADA”. Esta vez, a un empujón de Martín, la hamaca echó a andar, suavemente, hacia adelante.
Douglas Wright
La torta de Lucrecia
Lucrecia quería hacer algo para impresionar a su amiga Sofía que vendría a tomar la leche el sábado por la tarde, a eso de las cinco. Así que el sábado, después de almorzar, se metió en la cocina y cerró las puertas. Sus padres dormían la siesta. Nadie la iba a interrumpir.
Pensaba en una torta. En una torta especial. No en una torta común y corriente de crema o chocolate con florcitas rosadas de mazapán. Lucrecia quería otra cosa. Pero no sabía qué.
Hojeó las revistas de recetas que su mamá guardaba en el estante que estaba sobre la heladera. En ellas encontró fotos de mujeres —un poco viejas y un poco gordas como sus tías— y siempre los mismos aburridos ingredientes. Que dos huevos acá... que medio kilo de harina allá... que batir esto, que tamizar lo otro. Todo muy, pero muy aburrido. Nada original, como lo que ella quería.
“Lo primero que necesito es un molde”, pensó, “para darle forma al proyecto y contener la fuerza expansiva de mi creatividad culinaria”. Lo de “creatividad culinaria” lo había leído en las revistas de su mamá, lo de “fuerza expansiva” lo había aprendido en el taller de ciencias de la escuela. Entonces recordó el neumático gordo, lleno de molduras en zigzag, que le quedaba de su primera bicicleta. Y la bocina roja de plástico; si la encontraba sería el adorno que coronara su torta, como la cereza en la punta de un helado, pero con sonido.
Colocó el neumático —que estaba bastante limpio porque con aquella bicicleta sólo había andado por el interior de su casa— sobre el tablero de damas que le había regalado su primo dos cumpleaños atrás, y que jamás había usado —salvo un verano de mucho calor para apantallarse.
Ya tenía la base —una especie de piedra fundamental de goma y cartón cuadriculado— de su torta especial. La llamaría “torta sorpresa” porque en realidad ni ella misma sabía lo que iba a contener. Ahora sólo faltaba el resto.
Pensó que, como harina y arena suenan parecido, podía reemplazar una por otra y, del arenero del jardín, trajo un balde y tres cuartos. A Lucrecia le pareció que esa medida (uno y tres cuartos) le daba a la receta un toque sofisticado. Sería un buen tema de conversación cuando Sofía llegara el sábado, a eso de las cinco.
Pero el proyecto todavía estaba en pañales.
Como la torta se veía un poco seca decidió empaparla con miel. Los motivos eran varios:
1°) La miel era espesa y evitaría que la arena se desparramara.
2°) La miel era pegajosa y le serviría para pegar los adornos.
3°) La miel nunca se usaba y su madre no se daría cuenta de que faltaba hasta que llegaran de visita los tíos del campo que la habían traído de regalo.
4°) Había un cuarto motivo, pero no recordaba cuál era.
Ahora el aspecto había mejorado bastante. El color dorado de la miel combinaba bien con el color arena de la arena, y la torta ya no parecía tan seca.
Adornos: necesitaba adornos. Con unas plantas de lechuga —que su mamá había tirado a la basura mientras preparaba la ensalada del almuerzo porque estaban marchitas— trenzó un cordón alrededor del neumático. Aplastó las hojas de lechuga hasta que todas tuvieron el mismo color verde negruzco. Le daban un toque de distinción, como el que tenían las estatuitas de bronce del estudio de ese abogado amigo del abuelo.
La idea de decorarla con velitas no le gustaba nada. Era un sufrimiento tener que soplarlas una y otra vez para las fotos de su cumpleaños. Para la foto de papá, que nunca tenía el flash listo; para la foto de la tía Rosa, que quería que soplara con una sonrisa; y para las fotos de mamá, que siempre sacaba de más, por las dudas. ¡Y a esas velas que se vuelven a encender solas dan ganas de aplastarlas de un manotazo!
Pero hacía falta algo luminoso, y recordó la linterna de campamento. La colocó en el centro, hundiéndola un poco, lo que hizo que la torta se pusiera panzona (como las de los dibujos animados). Sólo sobresalían el foco y la perilla de encendido. Pensaba usar el efecto baliza, que hace que una luz roja se encienda y se apague intermitentemente.
Cubrió el foco con un papel celofán de color rosa, que estaba algo arrugado, y lo sujetó con escarbadientes a la arena.
Un par de moscas había comenzado a revolotear sobre su creación, así que roció todo con un líquido que su mamá le echaba a las plantas, y que decía “ECOLÓGICO” en la etiqueta. “Muy ecológico no debe ser si se usa para matar insectos”, pensó. El olor no era agradable pero al menos podía continuar trabajando en paz. De todos modos pensaba darle el toque final con unas gotas de perfume —aquél que venía en un frasco con forma de corazón.
Lo principal ya estaba: buena forma, buen color, luces y brillo. Sólo faltaban los detalles de terminación, aquellos que hacen que todo se vea “super”. Pasta dental alrededor de la base — justo arriba de la trenza de lechuga— y una flor de la misma pasta mentolada al pie de cada uno de los escarbadientes que sostenían el papel celofán. Piedritas de colores brillantes del fondo de la pecera de su hermano mayor, que sacaría sin despertar a los pececitos de colores que —como sus padres— también dormían la siesta. Todo espolvoreado con el talco de fécula para la colita de su hermano menor.
Hmmm... la torta sorpresa se veía realmente especial. Había llegado el momento de tomar la decisión más importante: ¿horno o microondas?
Pensó en la goma del neumático, en el papel celofán y en el plástico de la linterna, y le pareció que iba a ser imposible lograr el punto de cocción justo para todo. Así que su decisión fue: en frío.
Sofía llegó puntualmente —a eso de las cinco. Prepararon dos vasos altos de leche muy chocolatada y llevaron la torta sorpresa a la habitación de Lucrecia —que era donde se reunían cada vez que Sofía venía a visitarla. Se sirvieron dos porciones generosas de torta en los platos de plástico del juego que le habían regalado para su cumpleaños, y se sentaron a comer. ¡Las galletitas dulces que había traído Sofía estaban riquísimas!
Pato y Pico - La carrera
Pato tenía un auto verde y Pico tenía un auto rojo. Les gustaba arrodillarse a jugar con ellos sobre la alfombra, una vez en lo de Pato, otra vez en lo de Pico, porque cada casa tenía una sala y cada sala tenía una alfombra.
Las dos alfombras tenían dibujos geométricos —cuadrados, rectángulos y triángulos de colores— que para ellos eran como calles y avenidas por donde los autos, el verde y el rojo, circulaban a gusto.
La alfombra de la casa de Pato era ovalada. Una banda amarilla y gruesa la contorneaba dibujando una especie de pista de carreras del ancho justo de los dos autos.
—Te juego una carrera —dijo Pato con entusiasmo.
—No sé, no tengo muchas ganas —respondió Pico (estaba en uno de esos días en que no tenía ganas de nada).
—Dale —insistió Pato—. Una sola.
—Bueno, pero con una condición.
—¿Cuál? —preguntó Pato, intrigado.
—Que yo corra con tu auto y vos con el mío —respondió Pico.
—Está bien —asintió Pato, ansioso por empezar.
Se arrodillaron sobre la alfombra con los autos en la mano, cantaron “preparados, listos, ¡ya!”, y largaron.
Fue la carrera más larga de la historia (al menos de la historia de todas las carreras que habían corrido ellos). Duró como seis días y seis noches, o al menos eso fue lo que les pareció. La cosa fue así: Pato hacía andar el auto rojo de Pico lo más despacio que podía, para que el auto verde que manejaba Pico, y que era el suyo, llegara primero. Y lo mismo hacía Pico con el auto verde de Pato.
Cuando la mamá de Pato los llamó a merendar leche chocolatada y galletitas, los dos estaban dormidos sobre la alfombra, cada uno con el auto del otro en la mano, a menos de diez centímetros de la largada. Ella opinó que había sido un claro empate, y que la leche chocolatada se enfriaría si no la iban a tomar enseguida, es decir, después de lavarse las manos.
Cuando se sentaron a la mesa, ambos sonreían. Pico, porque ya se le habían pasado las ganas de no hacer nada, y Pato, porque ésta era la primera vez que Pico no le ganaba una carrera.
Douglas Wright
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