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Yo tenía un auto rojo, hermoso y brillante.
En él yo podía ir a cualquier parte: a Londres, a París ...
o hasta la esquina de mi casa.
Cada vez que yo tocaba la bocina, él soltaba una bandada de pájaros de todos colores.
Y cuando yo me contagié el sarampión, él también se llenó
de manchitas de color.
Le quedaban bien, pero con el tiempo se le fueron.
A mi auto, sólo yo podía manejarlo. Si alguien más lo intentaba,
él se convertía en un charco de pintura roja...
... o en un par de zoquetes de lana, también de color rojo.
Una vez, mi primo —que era muy desobediente— intentó
dar una vuelta a escondidas; mi auto se transformó en un dragón,
y mi primo salió corriendo asustado.
Con mi auto rojo yo podía navegar por el mar o volar por el cielo.
Un día chocamos contra una nube...
...pero la nube no se hizo daño.
Y nosotros tampoco.
Otro día, nos topamos con un tiburón...
...pero mi auto rojo le mostró los dientes y el tiburón salió corriendo asustado, igual que mi primo.
Cuando yo me iba a dormir, él se iba de paseo por Marte, Júpiter y Saturno.
Entonces, por la mañana, en el baúl aparecía algún bicho de otro planeta.
Una noche de luna llena, mi auto rojo se puso a dar volteretas por el cielo.
Yo lo miré por la ventana hasta que me quedé dormido.
Esa noche soñé que el auto rojo era yo.
Fue un sueño muy divertido: salté, volé, nadé...
...y hasta me di una vuelta por Marte, Júpiter y Saturno.
Aquella noche dormí profundamente.
Por la mañana, cuando desperté, mi auto rojo no estaba.
Lo busqué por todas partes: debajo de la cama, encima del ropero,
en el patio trasero y en el jardín del frente; debajo de la mesa del comedor y detrás del sillón de la sala...
Pero nada; no estaba por ningún lado. Mi auto rojo se había ido.
Lo esperé un día, una semana, un mes... Pero nunca volvió.
El tiempo pasó, y también pasaron los juguetes: el triciclo verde,
la bicicleta azul, la pelota naranja...
...Hasta que una tarde, mientras paseaba por la plaza, lo encontré.
Una nena de anteojos lo conducía.
Cuando pasó por mi lado, mi auto rojo me sonrió, me guiñó un farol y después siguió tranquilo por el sendero.
Entonces me di cuenta...
Ahora yo podía, sin la ayuda de nadie, viajar a Londres, a París o hasta la esquina de mi casa.
Y al silbar, era yo el que soltaba una bandada de pájaros de todos colores.
Y también podía volar por el cielo y navegar por el mar, y enfrentarme a un tiburón, si era necesario.
Y a veces, en sueños, viajaba a Marte, Júpiter y Saturno...
...y por la mañana encontraba algún bicho de otro planeta debajo de la almohada.
Entonces le eché una última mirada a mi auto rojo, le sonreí y le guiñé un ojo... y seguí caminando tranquilo por el sendero.
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