11 de abril de 2012
El chico que veía demasiadas películas - III
Miércoles
Tomás estaba en lo de Quique, su mejor amigo. Miraba por la ventana de su habitación , en el primer piso de una típica casa de los suburbios (de ésas que tienen un jardín que las rodea por los cuatro costados —y al que hay que cortarle el pasto cada dos semanas).
Habían terminado de preparar una clase especial de Geografía —con mapas, láminas y todo eso— y Quique había bajado a preparar la merienda. Pensaban sentarse a mirar la tele —en media hora comenzaba uno de sus programas favoritos de dibujos animados.
Con la cara pegada al vidrio, Tomás miraba distraído los árboles que estaban al otro lado del jardín, en el límite con la vereda. Siempre que terminaba algún trabajo que le exigía una concentración intensa y prolongada (“¡y preparar aquella clase lo había sido!”, pensaba Tomás), él quedaba así, un poco ido, absorto... Tenía que mejorar sus calificaciones de Geografía, y Quique y él habían hecho un trabajo agotador. Necesitaban —y merecían— un descanso.
De repente, como salido de la nada —y ocupando todo el campo de visión de la ventana— apareció, flotando delante de él, un dragón volador...
Era grande y gordo (como esos juguetes de gomaespuma), su cuerpo estaba totalmente cubierto de escamas blancas, brillantes, y tenía cara de bueno. Parecía asustado.
Con las patas delanteras —que eran enormes— rascaba el vidrio de la ventana. Sus ojos estaban clavados en los de Tomás. Implorando.
Tomás abrió la ventana y asomó medio cuerpo. Entonces el dragón le habló:
—Me llamo Drago y necesito ayuda —dijo con una voz finita.
—P-pero... ¿q-qué? balbuceó Tomás, que no terminaba de entender lo que estaba sucediendo.
—Subí que te cuento —dijo el dragón. Y agregó:
—¡Tengo que salir rápidamente de aquí, si no, los Gargos me van a atrapar!
—¿Los Gargos? ¿Quiénes son los Gargos? —alcanzó a preguntar Tomás mientras se trepaba al cuello de Drago y se tomaba fuertemente de las escamas como si fueran las crines de un caballo.
Drago era mullido y tibio. Cómodo. Sus escamas, suaves como plumas, le cosquilleaban las pantorrillas, que apretaba con firmeza contra los costados del cuello del dragón.
—Los Gargos son un ejército de gárgolas voladoras que custodian el estudio de los Wharling Brothers.
—¿El de los dibujos animados?
—El mismo.
—¿Y por qué te persiguen?
—Porque me escapé del estudio. Yo soy un dibujo animado. Los Gargos también lo son.
Volaban a mucha altura. El barrio de Quique se veía chiquito desde tan arriba (“como una de esas maquetas que hacían para la clase de Ciencias Sociales en las que había que representar el barrio donde uno vivía usando cajitas de fósforos, pedacitos de telgopor y árboles hechos con ramitas”, pensaba Tomás).
Pero Tomás no sentía vértigo (lo que era extraño, ya que cuando viajaba en ascensor o se asomaba a un balcón, el estómago le hacía cosquillas y el corazón le palpitaba con fuerza). Se sentía seguro en el cuello de Drago. Le iba a preguntar cómo era posible que él fuese un dibujo animado cuando, detrás de unas nubes, aparecieron —formados como un escuadrón de caza-bombarderos de una película de la Segunda Guerra.
Eran como veinte. Grises, casi negros. Los ojos rojos, furiosos (los dibujantes del estudio habían hecho un buen trabajo). Ásperos, con plumas de piedra —muy diferentes de las de Drago. Parecidos a las gárgolas de las antiguas catedrales góticas —como la de El Jorobado de Notre Dame— en las que, seguramente, se habían inspirado para diseñarlos. Feos. Muy feos.
Salieron a cielo abierto, deshicieron su formación y los rodearon.
Drago quedó paralizado, como flotando en el aire, sin avanzar ni retroceder (algo que sólo los dibujos animados podían hacer —y hacían con frecuencia.). Las piernas de Tomás sintieron cómo el cuello de Drago palpitaba de miedo. De terror.
Tomás, en cambio —aunque percibía el peligro de la situación en que se encontraban—, no tenía miedo. Estaba calmo —en realidad—, lo que era raro porque Tomás era bastante miedoso. Y lo sabía.
Los Gargos comenzaron a volar en círculos alrededor de ellos como una bandada de buitres sobre un animal muerto (ésto lo había visto muchas veces en las películas del Oeste). Parecían llevar a cabo un oscuro ritual de muerte antes del ataque final.
—¿Q-qué ha-hacemos? —tartamudeó Drago.
—Dejate caer a plomo —se le ocurrió improvisar a Tomás—. Sos más pesado que ellos y vamos a caer más rápido —agregó. Su voz sonaba rara (como la suya, pero más áspera, más segura, más determinada).
No tenía un espejo donde mirarse —ni tiempo para hacerlo, de haberlo tenido— pero notó que sus manos, sus brazos y sus piernas —que se aferraban cada vez con más fuerza al cuello del dragón— eran de color azul. Y que mechones largos de un pelo enrulado y grueso, color violeta, caían a los costados de su cara sobre unos hombros anchos.
—Está bien —dijo Drago, y se dejó caer como una bola de plomo (“como un zepelín de plomo”, pensaba Tomás).
Sensación de vacío. Estómago en la boca. Cosquillas en las sienes, y pelos flameando hacia arriba como una bandera violeta.
Desde arriba, algo se posó sobre uno de sus hombros (¿la garra de algún Gargo que lo alcanzaba?) y lo sacudió suavemente...
—Tomás. Hace rato que te estoy llamando. ¿No me escuchás? —Quique estaba parado a su lado, con un repasador arrugado en una mano, y un pan con manteca y mermelada en la otra.
—¡Eh! ¿Qué? —Tomás apartó su cara de la ventana.
—El café con leche está servido. Y el programa de dibujos está por empezar. Hoy dan una película de dragones.
Douglas Wright
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