24 de marzo de 2023

Luciano y su mamá - IX

 


Luciano y su mamá - IX

Los rollos y la memoria

 
El pajarito dio tres saltos, guiñó un ojo y comenzó a beber del pequeño charco que se había formado debajo de la manguera. Colgaba enrollada de un clavo en el galpón de las herramientas que estaba en el fondo de la casa de Luciano. Desde la ventana de la cocina, él miraba pensativo.
—Mamá ¿por qué, aunque la manguera del jardín esté enrollada, el agua sale derecha? —preguntó.
—No lo sé, Luciano —la mamá caminó hasta la ventana y se puso a mirar en la misma dirección que su hijo.
—Debe ser porque el agua no tiene memoria y, cuando llega al final de la manguera, ya no se acuerda de las curvas —Luciano señalaba con el dedo y hacía movimientos circulares.
—Puede ser —respondió la mamá, pensativa.
—Igual que el espiral para los mosquitos: aunque está enrollado, el humo sale derecho, menos cuando hay viento. Pero entonces debe ser el viento el que está enrollado, supongo —ahora Luciano miraba a su mamá.
Ella bajó la mirada de la ventana y respondió:
—Ahá.
—En cambio el alambre es distinto. Si está enrollado después es un lío enderezarlo. Se nota que el alambre sí tiene memoria.
—Hmmm...
—Pero la música que está en un disco, por ejemplo, está guardada en círculos, enrollada como la manguera o el espiral para los mosquitos, y después sale derecha ¿no?, igual que el agua o el humo.
—Así es, Luciano —dijo la mamá, mirando atentamente la mano de su hijo, que ahora dibujaba una línea recta.
—Yo pienso que en el caso de la música la cuestión es diferente. Creo que la música tiene una gran memoria y se acuerda de enderezarse antes de salir. Así la podemos escuchar bien.
—Sí.
—Los pelos colorados de Romina están enrollados en su cabeza. Hoy se cortó uno y no lo pudimos enderezar.
—¿Sí?
—Debe ser por eso que Romina tiene tan buena memoria.
—¡Ahhh...!
—Bueno má, me voy a investigar estas cuestiones de la memoria. ¿Me prestás la tijera?
—¿Por qué, mejor, no llevás lápiz y papel? —el rostro de la mamá, que había comenzado a mostrar preocupación, se tranquilizó cuando Luciano dijo:
—Bueno má.
 
 
Douglas Wright
 
 

23 de marzo de 2023

Luciano y su mamá - VIII

 


Luciano y su mamá - VIII

Los nombres de los días

 
—Mamá, decime, ¿por qué llamamos "hoy" al día de hoy, si mañana lo vamos a llamar "ayer"? —Luciano miraba fijamente a su mamá que estaba sentada frente al escritorio del estudio. Con una expresión seria, ella leía atentamente un papel con mucho texto escrito en letra chica.
—Son nombres relativos, Luciano. No absolutos. No definitivos —respondió la mamá mientras firmaba el papel.
—Entonces podríamos llamarlo "ayer" al día de hoy. Así mañana conservaría el mismo nombre. ¿No te parece? —Luciano se había acercado más y la miraba con insistencia.
—Me parece complicado, Lú —respondió la mamá. Cerró la lapicera y la apoyó sobre el escritorio.
—¿No es más complicado que los días cambien siempre de nombre? También el día de “mañana”, mañana se va a llamar "hoy".
—Es muy cierto.
—¿No sería mejor que cada día tuviese un nombre, como Tomás, Martín o Mariana?
La mamá le prestaba a Luciano toda su atención. Dijo:
—Sería bueno. Podríamos llamarlos “Lunes”, “Martes” y “Miércoles”. ¿Qué te parece?
—Buenísimo. Sos un genio, mamá. Pero yo conozco a dos chicos que se llaman Tomás, y a tres que se llaman Martín.
—Entonces, Lucín, para que no haya dudas, les agregamos un número y un apellido. Por ejemplo: “Lunes, cuatro, de Enero”.
—Ahora sí que está todo resuelto, má —dijo Luciano, con entusiasmo.
—Me alegro, hijo.
Luciano dio media vuelta y comenzó a caminar hacia la puerta. A mitad de camino se detuvo y dijo:
—Me voy a jugar con... ¿cómo se llama el día de hoy?
—“Miércoles”, Lú. “Miércoles, siete, de Mayo”.
—Voy a jugar todo el día con “Miércoles, siete, de Mayo”, entonces. Chau, má —Luciano abrió la puerta del estudio y salió. La mamá continuó estudiando el papel escrito con letra chica. Ahora sonreía.
 
 
Douglas Wright
 
 

22 de marzo de 2023

Luciano y su mamá - VII

 


Luciano y su mamá - VII

Caperucita y el lobo

 
Una mujer rubia sonreía desde la tapa de una revista. Estaba arriba de una pila desordenada, sobre la mesa ratona de la sala de espera del consultorio médico. La mamá de Luciano la tomó y comenzó a hojearla distraídamente. Las otras revistas mostraban a señores de traje oscuro, lanchas con motor fuera de borda, y aparatos raros. Una tenía en la tapa el dibujo de un corazón rojo del que salían venas y arterias que parecían las ramas y las raíces cortadas de un árbol viejo. “Aquí no hay revistas para chicos”, pensó Luciano, “y eso que es el consultorio del pediatra”. Luciano esperaba su turno para una revisación de rutina.
—Hoy, en el Jardín, la seño nos leyó el cuento de Caperucita Roja y el lobo feroz —dijo.
—¿Ah, sí? ¿Y qué te pareció? —preguntó la mamá, levantando la mirada de la revista.
—¡Pobre lobo! —respondió Luciano, con cara de preocupación.
—¿Por qué? —la mamá había dejado la revista sobre el brazo del sillón y miraba a Luciano de lleno.
—Me dio lástima por él. La pasa mal.
—Sí, es verdad.
—Y también la abuela, pobre. Estaba tranquila en su casa, sin molestar a nadie, y se la comen. Terrible.
—Es verdad. Caperucita es un cuento antiguo, Luciano. De cuando la gente vivía en el campo, y en los bosques había animales peligrosos. No sólo lobos.
—Ah ¿sí?
—Sí. Supongo que le contaban esa historia a los chicos para asustarlos un poco, y así tuvieran cuidado cuando andaban solos por el campo. Y para que no se metieran en el bosque, por ejemplo...
Luciano escuchaba con atención las explicaciones de su mamá.
—Claro —respondió.
—Y para que no se metieran en problemas —agregó la mamá.
—Entonces tendrían que contarle el cuento de Caperucita a las abuelas —dijo Luciano—, para que tengan cuidado cuando se quedan en su casa.
—Tenés razón, Luciano.
—Y sobre todo, habría que contárselo a los lobos, para que no se metan con las personas.
—Es verdad, Lú.
—Las personas son más peligrosas que los lobos, creo —reflexionó Luciano.
—Es posible, Luciano. Es posible.
La enfermera los llamaba desde la puerta abierta del consultorio. Luciano y su mamá se pusieron de pie.
—Bueno, mami, cuando llegue a casa voy a hacer un dibujo.
—Me parece buena idea. ¿Qué vas a dibujar? ¿El consultorio?
—No, má. Voy a dibujar a la mamá loba contándole el cuento de Caperucita a sus hijos, para que tengan cuidado.
—Buena idea, Lucín.
La enfermera sonreía mientras cerraba la puerta detrás de Luciano y su mamá. 
 
 
Douglas Wright
 
 

21 de marzo de 2023

Luciano y su mamá - VI

 


Luciano y su mamá - VI

El sabor de la música

 
Luciano y su mamá recorrían los pasillos del supermercado haciendo las compras de alimentos para la semana. Ella leía cuidadosamente la etiqueta de un frasco de salsa de tomate cuando él le preguntó:
—Má, ¿la música tiene gusto?
—¿Cómo si tiene gusto, Luciano? —dijo la mamá, dejando el frasco otra vez en el estante.
—Sí, digo si tiene sabor.
—No lo creo. La música se escucha con los oídos. Y el sentido del oído es distinto del sentido del gusto —mientras decía esto, la mamá empujaba el carrito metálico rumbo al sector de las frutas y las verduras.
—Ah, porque yo, cuando toco la flauta, le siento un gusto dulzón —Luciano asomaba la punta de la lengua entre los labios.
—Entonces, Lú, es la flauta la que tiene sabor, no la música.
—Yo pensaba que la flauta era música que andaba volando por el aire, que el fabricante de instrumentos la atrapaba y la moldeaba hasta darle esa forma alargada, y que cuando uno soplaba por los agujeritos la dejaba nuevamente en libertad.
—Hmm... puede ser —respondió la mamá—. Es una linda idea —agregó mientras ponía algunos tomates en una bolsa. Tenían el mismo brillo y color que el carro de bomberos de Luciano.
—Entonces, la flauta "es" música, mamá —dijo Luciano con determinación.
—Y, sí. De algún modo sí.
—¡Entonces la música sí tiene sabor! La de mi flauta tiene un gusto dulzón.
—Sin duda, Luciano —concluyó la mamá mientras marchaban rumbo a la caja.
—Bueno, má, cuando llegue a casa voy a tocar el tambor de lata para ver qué gusto tiene.
 
 
Douglas Wright
 
 

20 de marzo de 2023

Luciano y su mamá - V

 


Luciano y su mamá - V

La cuestión de la edad

 
El periódico doblado dibujó un arco perfecto sobre la cerca del jardín del frente de la casa de Luciano para caer en la galería y topar contra la puerta de entrada con un seco “flop”. “Un tiro perfecto”, pensó Luciano mientras el repartidor de periódicos le guiñaba un ojo desde la bicicleta en movimiento. Luciano iba de la mano de su mamá rumbo a la escuela. El sol de la mañana le sacaba reflejos brillantes a su mochila verde.
—Má, ¿vos alguna vez fuiste chica? —le preguntó Luciano.
—Sí, Luciano, yo también fui chica, como vos. —Luciano sentía la presión suave y firme de la mano de su mamá a través del guante de lana.
—¡Pero yo no soy chica, mamá! Yo soy un chico.
—Me refiero a que tenía pocos años, como vos.
—Ah. ¿Y a qué edad naciste?
—A ninguna edad, Luciano. Primero nací y fui un bebé. Después fui creciendo, y cumpliendo años, como todos —explicó la mamá. Con la mano libre respondía el saludo de una vecina que había salido a recoger su periódico.
—¿También fuiste un bebé? —preguntó Luciano.
—Sí, Luciano. Increíble, ¿no?
—Totalmente. ¿Y quién era tu mamá? —habían llegado a la esquina y esperaban el cambio del semáforo para cruzar.
—La abuela era mi mamá. Y todavía lo es.
—¿La abuela?
—Sí, la abuela era más joven en esa época, más o menos como yo ahora, y era mi mamá.
—¿La abuela era más joven? —la cara de Luciano reflejaba un gran asombro.
—Parece mentira, ¿no?
—Sí. Como una película de Ciencia Ficción.
El semáforo dio la luz verde, los autos se detuvieron ante la senda peatonal, y Luciano y su mamá comenzaron a cruzar:
—Sí, Lú... de Ciencia Ficción.
 
 
Douglas Wright
 
 

Luciano y su mamá - IV

 


Luciano y su mamá - IV

El descubrimiento de América

 
Tic-tic. Tic-tic. Tic-tic. Tic-tic. A Luciano le encantaba el ruidito que hacía el indicador de giro del tablero del auto. La pequeña luz que se prendía y se apagaba tenía el color de las espadas luminosas de los Caballeros de la Galaxia. La mamá iba al volante y viajaban rumbo al campo de deportes de la escuela. Era día de fútbol.
—Mamá, hoy la maestra nos contó que Colón fue en un barco y descubrió América —Luciano, desde el asiento trasero, le hablaba a la espalda de su mamá.
—¡Qué interesante, Lú! —dijo la mamá por el espejo retrovisor. A Luciano le parecía un antifaz de vidrio que flotaba en el aire.
—Pero digo yo, si cuando llegaba en el barco los indios los vieron primero, ¿no son los indios los que lo descubrieron a él? —Luciano se corrió hacia un costado, estirando un poco el cinturón de seguridad, para poder ver el perfil de su mamá.
—Tal vez sí —respondió la mamá, dándose vuelta. Estaban detenidos frente al semáforo en rojo.
—De todos modos, si los indios vivían en América, eso quiere decir que ellos la descubrieron primero ¿no? —El dedo índice de Luciano estaba levantado indicando el número uno.
—Absolutamente, Lú —la mamá había puesto el auto nuevamente en marcha y miraba otra vez hacia adelante.
—Tal vez lo que sucedió fue que, en el mismo momento en que un marinero de Colón, que estaba trepado a un palo del barco, gritaba "Tierra a la vista" —tal como nos contó la maestra—, un indio, que estaba trepado a un árbol de la playa, gritaba "Barco a la vista"... —Luciano se había puesto una mano sobre los ojos a modo de visera.
—Puede haber ocurrido así —respondió la mamá mientras detenía el auto en la playa de estacionamiento del campo de deportes.
—Entonces má, el descubrimiento de América fue un empate —dijo Luciano, entusiasmado.
—Tenés razón, Luciano. Fue un empate —acordó la mamá, que ahora desprendía el broche del cinturón de seguridad. Se dieron un beso, ella abrió la puerta trasera, y Luciano salió corriendo a encontrarse con sus compañeros de equipo.
 
 
Douglas Wright
 
 

18 de marzo de 2023

Luciano y su mamá - III

 


Luciano y su mamá - III

Los dinosaurios

 
Una mariposa apareció volando entre los árboles del jardín vecino, cruzó la cerca de madera blanca y revoloteó por encima del jardín del fondo de la casa de Luciano haciendo tres o cuatro piruetas acrobáticas. Bajó en picada y planeó por encima del pañuelo floreado de la mamá de Luciano, que estaba arrodillada sobre un cantero de flores. Luciano hacía andar su auto de juguete por el sendero de ladrillos mohosos entre los que crecía el pasto. Era una ruta accidentada y por eso le gustaba. Se acercó a su mamá por detrás y le preguntó:
—Má, ¿los dinosaurios existieron?
—Sí, Luciano —respondió la mamá mientras sus manos enguantadas manejaban con cuidado unas tijeras de podar.
—¿Vos viste alguno?
—No, Lucín, fue mucho antes de mi época.
—¿Y la abuela los vio?
—No, Lú. Fue antes de la abuela, también.
—Éeeehhh... ¿Tanto?
—Sí, Luciano... ¡Tanto!
—¿Cuánto, má?
La mamá sacaba con cuidado, una por una, las hojas secas. Respondió:
—Unos sesenta millones de años antes de que apareciera el hombre.
—Pero vos y la abuela son mujeres —argumentó Luciano.
Ahora la mamá interrumpía por un momento su tarea para mirarlo cara a cara mientras le decía:
—Sí, Luciano. Sesenta millones de años antes de que aparecieran las mujeres, también.
—¿Qué es un millón de años, mamá?
—Un millón de años es como... muchas, muchas abuelas —la mamá abría los brazos como si abrazara algo muy grande.
—Ah, bueno. Me voy a mi pieza. Me dieron ganas de jugar con los dinos de goma. Chau.
Luciano caminó hacia la puerta de entrada, la mamá retomó el cuidado de las flores y, sobre una mata de pasto que crecía entre dos ladrillos del sendero, quedó estacionado el auto de juguete.
 
 
Douglas Wright
 
 

Luciano y su mamá - II

 


Luciano y su mamá - II
 
El agua, el fuego y la rueda
 
 
Chuf. Puf. Chuf. Puf... Sip. Sop. Sip. Sop... El plumero subía y bajaba por los marcos de los cuadros de la sala. La mamá de Luciano lo manejaba hábilmente con diestros giros de la muñeca. Era el día de la limpieza general y Luciano colaboraba pasándole una franela a los muebles.
—Mamá, ¿el hombre primero descubrió el fuego y después inventó la rueda, verdad? —preguntó mientras tironeaba de la pollera de su mamá que ahora le pasaba el plumero a una ventana. En el vidrio se dibujó un plumero igual, pero al revés.
—Sí, hijo —respondió la mamá sin darse vuelta. Luciano se hizo a un lado. El polvo le hacía cosquillas en la nariz.
—¿Te parece que habrá inventado la rueda para escapar más rápido de los incendios?
La mamá bajó la mirada de la ventana y respondió:
—Es posible. Aunque creo que la rueda se usaba para poder transportar cosas pesadas con más facilidad.
—¿Como baldes de agua para apagar los incendios? —volvió a preguntar Luciano, con interés.
—No, eso no había sido inventado, todavía —la mamá estaba ahora limpiando un mueble alargado lleno de adornos, jarrones y platos decorados.
—¿Qué no había sido inventado todavía: el agua? —preguntó Luciano, asombrado.
La mamá sonrió.
—No, Luciano: el balde.
—Ah. ¿Y te parece que inventaron el agua después que descubrieron el fuego, para poder apagar los incendios, má?
—No, Luciano. El agua no fue inventada: ya existía en la naturaleza.
La mano de Luciano sostenía su mentón en un gesto pensativo.
—¿Entonces descubrieron el fuego para secar la humedad que provocaba el agua?
La mamá hizo un alto en sus tarea para responder:
—Puede ser, entre otras cosas. También para cocinar y para darse calor en invierno, supongo —y continuó plumereando los cuadros que colgaban de la pared.
—¿Por qué? ¿No tenían calefacción?
—No, todavía no había calefacción.
Luciano, de pie sobre la alfombra que estaba en medio de la sala, concluyó entusiasmado:
—Entonces la cosa está clara, má. El hombre primero descubrió el fuego para secar la humedad del agua que ya estaba en la naturaleza, y para calentarla y hacer sopa, por ejemplo; y después inventó la rueda para poder escapar más rápido de los incendios que producía el fuego, ya que todavía no se había inventado el balde, y menos aún el carro de bomberos. Y recién después, vino la calefacción.
La mamá, que se encontraba frente a un gran cuadro con la foto de su boda, respondió:
—Clarísimo, Luciano. Clarísimo.
 
 
Douglas Wright
 
 

16 de marzo de 2023

Luciano y su mamá - I

 


Luciano y su mamá - I
 
Una casa más grande
 
 
—Má, ¿cómo conociste a papá? —preguntó Luciano tironeando de la manga del pulóver de su mamá. Ella levantó la vista del libro que estaba leyendo en el sillón de la sala y, mirándolo de reojo, le respondió:
—En un baile, Luciano.
—¿Y yo estaba en ese baile también? —ahora Luciano se había sentado a su lado, y la miraba fijamente.
—No, Luciano. Vos no habías nacido —dijo la mamá con el libro todavía en la mano, a punto de retomar la lectura. Pero antes de que pudiera hacerlo, Luciano volvió a preguntar:
—¿Y dónde se casaron, mami?
—En el Registro Civil.
—¿Yo estaba?, no me acuerdo.
La mamá dejó el libro sobre el apoyabrazos del sillón y acarició la cabeza de Luciano:
—No, Luciano. No estabas.
—¿No había podido ir?
—Todavía no habías nacido, Lú.
—Ahhh... Y la fiesta ¿en dónde la hicieron?
—En el salón del Club Social —recordó la mamá, con una sonrisa. —Fue una fiesta muy linda.
Luciano se puso de pie sobre los almohadones del sillón. Su cara y la de su mamá estaban ahora a la misma altura. Entonces dijo:
—Ahí sí, yo ya estaba ¿no?
—No Luciano, todavía no.
—¿Y fue cuando se casaron que vinieron a esta casa? —La mirada de Luciano recorrió toda la sala.
—No, Lucín. Primero vivíamos en un departamento más chico. Vinimos a esta casa por vos —dijo la mamá, mirándolo con ternura.
—¿Por qué? ¿Yo vivía en esta casa? —los ojos de Luciano se abrieron tan grandes como los de su pato de plástico, ese que hacía flotar en la bañera.
—No, Luciano, aun no habías nacido. Vinimos a esta casa porque es grande. Queríamos tener mucho espacio para cuando vos nacieras.
—Claro —dijo Luciano, pensativo—. Seguro que en el departamento chico no había lugar para todas estas preguntas. ¿No?
La mamá lo tomó de la mano y contestó:
—Así es, Luciano.
 
 
Douglas Wright
 
 

13 de marzo de 2023

El chico que veía demasiadas películas - VIII - Momentos favoritos

 


El chico que veía demasiadas películas - VIII - Momentos favoritos
 
 
La novicia rebelde
 
 
Tal como en aquella canción de “La novicia rebelde” (The Sound of Music) en la que Julie Andrews enumeraba una serie de cosas favoritas para ella, yo también (¿quién no?) tengo las mías.
 
Momentos, situaciones, personas, objetos, lugares…
 
De vez en cuando, como ahora, esto ocurre con algunas de las cosas que me tocó escribir (sobre todo cuando los textos que estoy reeditando fueron escritos hace muchos —muchos— años ya…) y los veo y los leo —casi— como si fueran de otro.
 
Entonces me encuentro disfrutando de algunas parrafadas tal como me ocurre cuando leo los textos de mis escritores favoritos. (Esto no quiere decir —aclaro— que los míos tengan la calidad de aquellos, sino que me producen una sensación —un feeling— similar.)
 
Y no es necesariamente que los busco sino que se me presentan, solitos, como una especie de sorpresa —de sorpresita— agradable.
 
Aquí van algunos (no necesariamente en orden de aparición).
 
 
Momentos favoritos
 
 
“¿Qué hacer? Si intentaba remar hacia un costado para salir de la línea de fuego, corría el riesgo de que esta vez sí le acertaran. Las huellas de los disparos habían dibujado un corredor del ancho de una calle, y salir de él era una locura (¡ya sonaba el tercer disparo!). Remar a lo largo de ese corredor (como una calle en el mar) era otra locura. Fue la que intentó.”
 
¡Ah, cómo me gusta esto! Tomás no elige entre una opción “loca” y una “cuerda” (elige entre dos “locuras”).
 
(Como en la vida real, tal vez, cuando no hay tiempo para sopesar los pro y los contra, y uno elige porque sí, intuitivamente, digamos.)
 
 
“Para Tomás, el jueves fue un día complicado.
 
Cuando despertó por la mañana, su cama flotaba a la deriva en medio del mar.”
 
Pensaba que para un chico en edad escolar un día complicado podría deberse a que no hizo la tarea, no estudió la lección, o algo así… pero la “complicación” del día de Tomás se debe a que “¡su cama anda flotando a la deriva en medio del mar!”.
 
 
“Le dio un beso a su mamá (o, mejor dicho, su mamá alcanzó a darle un beso mientras él atravesaba la puerta de calle)…”
 
“El beso reglamentario”, se me ocurría pensar (ahora, como si fuera un Tomás “grande”, adulto).
 
No el que surge espontáneamente sino el de la mañana, el de la vuelta del cole, el de antes de ir a dormir (¡el beso a esas tías que uno casi no conoce!).
 
 
Prosa “trabada”
 
 
Pensaba, en general, que toda esta prosa está “trabada”, deliberadamente trabada (por los signos de puntuación que interrumpen, como los guiones largos, los paréntesis, los pensamientos y reflexiones de Tomás… y por las detalladas —a veces interminables— descripciones).
 
Y pensaba, también, que no me interesa tanto ”lo que ocurre” (que en este caso está tomado de los argumentos de las películas que vimos —Tomás y yo) sino de cómo eso es “vivido, experimentado”, desde su óptica, desde su mirada, desde su experiencia.
 
Comparar las naves espaciales con el platillo de la batería de un grupo de rock, por ejemplo.
 
Estos textos datan de 2002 —hace más de 20 años, ya—, y son mis primeros intentos (los segundos, en realidad —los primeros se llamaban “Historias exageradas”) de experimentar con la escritura.
 
La escritura “pura”, digamos (es decir, aquella no acompañada por dibujos —en historietas y Cartoons, por ejemplo— como había ocurrido hasta entonces), una que se “bastara” por su cuenta.
 
Yo tenía 52 años y, en ese entonces, estaba influenciado por Raymond Chandler (y su Phillip Marlowe) y por los cuentos cortos (short stories) de Dylan Thomas (que me había regalado mi amigo Daniel Marino, escritor y dibujante, también).
 
Chandler decía “dialogue and description” (diálogo y descripción) (“me cago en el argumento”, traducido un poco guasamente, para mí).
 
Es decir, no me interesa tanto “lo” que pasa, sino “cómo” pasa.
 
Y, de hecho, a muchos fanas de Chandler-Marlowe nos ocurre lo mismo: no recordamos quién mató a quién, o quién es el culpable —y cosas así—, sino qué tan desapercibido pasaba un personaje (“como una tarántula en un plato de leche”), o cómo era la boquilla en la que fumaba la mujer (“tan larga como un paraguas”), o cómo era el escritorio al que estaba sentada (“no tan grande como la tumba de Napoleón”).
 
De ahí, supongo, este interés por las descripciones detalladas, por las introspecciones (lo que piensa Tomás, desde su punto de vista —desde su mirada de niño).
 
 
Más momentos favoritos
 
 
“Cualquier chico hubiera corrido a su casa —que estaba solo a media cuadra— a buscar la protección de sus padres y de su pieza (la pieza es donde uno se siente más seguro, pensaba Tomás).”
 
En medio de una situación en la que están involucrados platos voladores, a Tomás se le ocurre pensar que “la pieza es donde uno se siente más seguro”.
 
“Ficción” y “Realidad”, se me ocurre pensar ahora…
 
 
Exitosos fracasos
 
 
Ya he hablado sobre mis fracasos, estas historias, por supuesto, también lo fueron.
 
Fracasos en el sentido de conseguir interesar a alguna editorial para su publicación.
 
(Supongo que, ya pasado el momento, eso en realidad me tranquiliza —“jamás sería socio de un club que me aceptara a mí como socio”, decía Groucho Marx.)
 
Supongo que no “encajo” en lo habitual. En las convenciones acerca de la “linealidad” del discurso (y, en general, del “pensamiento”).
 
Me parece que yo “pienso” a los saltos (y, en general, “percibo” a los saltos, también).
 
Jamás entendí a esos críticos de arte que decían que a tal o cual cuadro había que empezar a verlo de arriba a la derecha, por ejemplo, y seguir tal o cual recorrido (en un orden predeterminado).
 
Mis ojos (mi vista) saltaban de un lado a otro, como se les cantaba.
 
Lo mismo con los textos, creo: leo a los saltos, me quedo en un detalle, vuelvo atrás (me distraigo con los dibujitos que hace el texto impreso sobre la página —esas “callecitas” que se forman entre las distintas líneas, y que uno puede recorrer de arriba abajo, por ejemplo, o viceversa).
 
Sí, sí, tardo meses en leer un libro…
 
Y, otra vez, ahora, la interrupción de la interrupción (de la interrupción), esto se ha transformado de “mis momentos favoritos” en una especie de reflexión de la escritura en mi vida. ¿Por qué no?
 
 
Marshall McLuhan (con perdón de la palabra)
 
 
Decía Marshall McLuhan (y no quiero parecer un erudito o un académico que no lo soy —lejos, lejísimo de ello) que más importante (más trascendental, de más consecuencia) era no “lo que leemos” sino el hecho de “que leemos”.
 
Esto es un poco difícil de explicar para mí (sobre todo a ojo, de memoria), pero la idea básica es que podemos leer una novelita barata, digamos, para pasar el rato, o una obra importante, fundamental (El Quijote, Shakespeare, o algo así), y las diferencias se dan en un nivel “cultural”, digamos, en un nivel “estético”, tal vez.
 
Pero el hecho de que leamos (una página tras otra, de izquierda a derecha, de arriba hacia abajo, etcétera) nos afecta en un nivel más profundo.
 
Y nos genera una concepción y una percepción lineal de la realidad, de la vida, del tiempo. De izquierda a derecha, en fila india, en un orden de sujeto-verbo-predicado (en el que “Martín ama a María” cuenta a Martín como un ente independiente, separado de María, a María como un ente independiente de Martín, y al amor como una “cosa” independiente, aparte, abstracta, separada de ambos). ¡Uf! Difícil de explicar… Y no como algo-que-ocurre-todo-al-mismo-tiempo, digamos.
 
Al parecer (según McLuhan), antes de Gutemberg las cosas no eran tan así. Y coincido con eso.
 
Por supuesto, esto no siempre fue así para mí.
 
Hice algunos intentos de “comienzo-desarrollo-final” que, a poco de empezar, me aburrían tanto (me aterraban de aburrimiento) que los abandonaba enseguida.
 
O aquello de “tener la historia clara” antes de empezar: ¡un embole!, para mí. (En general no sé a dónde voy a ir a parar.)
 
Supongo que mi mente (mi mente de niño) anda a los saltos, y así es como escribo…
 
 
Y más momentos favoritos, todavía
 
 
Volviendo entonces a mis momentos favoritos (¿se acuerdan?).
 
 
“Lo montaba un guerrero gigantesco que vestía un traje de cuero negro lleno de tachas de metal (un heavy-metal de la antigüedad, pensó Tomás)…”
 
 
“La espada silbó sobre su cabeza —dejando una huella invisible y fría—…”
 
 
“Se puso de pie rápidamente. Ahora medía un metro noventa de altura (un poco más que su tío Pedro, que era el más alto de la familia) y se sentía fuerte y poderoso.”
 
 
“Volaban a mucha altura. El barrio de Quique se veía chiquito desde tan arriba (como una de esas maquetas que hacían para la clase de Ciencias Sociales en las que había que representar el barrio donde uno vivía usando cajitas de fósforos, pedacitos de telgopor y árboles hechos con ramitas, pensaba Tomás).”
 
 
“Estaba calmo —en realidad—, lo que era raro porque Tomás era bastante miedoso. Y lo sabía.”
 
 
“Los Gargos comenzaron a volar en círculos alrededor de ellos como una bandada de buitres sobre un animal muerto (esto lo había visto muchas veces en las películas del Oeste).”
 
 
“…una balsa de troncos atados unos a otros con cuerdas gruesas y rústicas llenas de hilos sueltos (como los pelos despeinados del bigote de su abuelo, pensaba Tomás).”
 
 
Fractales (¿lo qué?)
 
 
En los fractales, las formas grandes se repiten en las medianas y luego en las chicas, digamos (dicho a ojo, y de entrecasa).
 
Por ejemplo, un árbol tiene un tronco que se abre en una rama hacia la izquierda y otra a la derecha…
 
La rama de la izquierda se abre en dos ramitas más chicas (a izquierda y derecha), y lo mismo ocurre con la rama de la derecha.
 
Hasta llegar a las hojas, cuyas nervaduras se abren, otra vez, a izquierda y derecha (como arbolitos en miniatura, digamos).
 
Así pienso yo que andan las cosas en mi escritura, por más que salte de un lado a otro, sin un orden lineal, “lógico”, siempre estoy “en el árbol”.
 
(Y ya no me preocupo tanto cuando en una charla “me voy por las ramas” porque sé, aunque ya no recuerde cómo llegué hasta allí, que, de algún modo, algo tiene que ver con el tema que estábamos tratando.)
 
 
Momentos favoritos finales
 
 
“Las depositó en la máquina automática que con un ruido de gárgara metálica le entregó la lengua blanca de un boleto…”
 
Como decía antes, estos textos tienen más de 20 años, y son de la época en que había que sacar un boleto para viajar (como decía la canción Ticket to Ride, de Los Beatles). Se me ocurrió dejarlos así (¿anacrónicos?).
 
 
“…la canchita del campo de deportes de la escuela. Estaba en los suburbios (donde las casas eran más bajas y los árboles eran más altos)…”
 
 
“En la cara del otro chico se dibujó —como una sombra— la desconfianza.”
 
 
“Tomás se quedó remoloneando en la cama, mirando los puntitos de polvo que flotaban en el aire de su pieza. La luz del sol que entraba por la ventana los iluminaba como si fueran polvo mágico (como aquél que dejaban las hadas a su paso, pensaba Tomás).”
 
 
“Por el espacio entreabierto de la puerta se alcanzaba a ver —en la penumbra del pasillo— la mitad de un cuadro y la mitad de un jarrón apoyado sobre media mesita con patas sobrecargadas de adornos dorados…”
 
 
“…el tubo de pasta —que flotó hasta posarse lentamente sobre el cepillo (como un zepelín en una película antigua).”
 
 
“El sol de otoño acariciaba todo el jardín con una mano tibia, y entraba por la ventana de la cocina haciendo brillar los puntitos de polvo dorado que ondeaban en lentos espirales (como si un hada hubiera acabado de pasar por ahí).”
 
 
Douglas Wright
 

12 de marzo de 2023

El chico que veía demasiadas películas - VII

 


El chico que veía demasiadas películas - VII
 
 
Domingo
 
Aquella mañana no sonó el despertador y eso significaba que no había escuela. Ni clases, ni fútbol, no había apuro.
Tomás se quedó remoloneando en la cama, mirando los puntitos de polvo que flotaban en el aire de su pieza. La luz del sol que entraba por la ventana los iluminaba como si fueran polvo mágico (como aquél que dejaban las hadas a su paso, pensaba Tomás).
Era un verdadero placer (casi tan grande como saborear las tortas de chocolate de su tía Matilde) disfrutar de ese momento en que pasaba de estar dormido a estar despierto. Y alargarlo todo lo posible.
Por fin —ya casi despierto del todo—, Tomás bajó de su cama y se dirigió al baño. Lavarse la cara (como lo hacía cada mañana a los apurones) pondría el punto final a ese estado de tibia modorra.
El baño estaba en penumbras. Tomás fue directo al lavabo y de un modo automático hizo dos cosas a la vez: con una mano abrió una de las canillas, y con la otra tiró de la cadenita que encendía la luz que estaba sobre el espejo (una tulipa de estilo antiguo —que le gustaba tanto a su mamá).
El espejo estaba iluminado y el agua de la canilla corría, pero Tomás notó que algo faltaba.
A sus espaldas podía ver la puerta del baño, entreabierta, y un par de batas que colgaban de unos ganchos dorados atornillados a ella. Por el espacio entreabierto de la puerta se alcanzaba a ver —en la penumbra del pasillo— la mitad de un cuadro y la mitad de un jarrón apoyado sobre media mesita con patas sobrecargadas de adornos dorados (que también le gustaban tanto a su mamá).
Y eso era todo lo que veía. Eso era todo lo que podía ver en el espejo. Lo que faltaba —ahí, en el centro—, era su imagen, su reflejo. Delante de la puerta, de la mesita, del cuadro y del jarrón (también decorado como le gustaba a su mamá), faltaba él. Recién entonces Tomás se dio cuenta de que se había vuelto invisible.
Con una mano tomó el cepillo de dientes —que cruzó volando por el espejo. Con la otra, el tubo de pasta —que flotó hasta posarse lentamente sobre el cepillo (como un zepelín en una película antigua).
En el cuenco de sus manos —que no se veían ni en el espejo ni fuera de él— juntó agua del lavabo. Con el agua —que caía de la nada como una catarata en miniatura— se lavó la cara (tal como lo hacía, apurado, cada mañana). Pero esta vez no había manos ni cara: sólo agua.
Mientras se secaba, pudo ver la forma de sus manos debajo de la toalla que flotaba en el aire, pero no sus manos, ni sus brazos, ni siquiera las mangas de su pijama. No sólo su cuerpo era invisible sino también su ropa, su ropa de dormir —su pijama a rayas rojas y blancas.
Sentía una mezcla de temor y excitación. Decidió bajar.
En la mesa de la cocina, su padre, su madre y su hermana —menor que él— estaban desayunando. Había café con leche y tostadas con mermelada.
Nadie lo vio bajar las escaleras. Nadie lo vio dar la vuelta a la mesa redonda de la cocina. Y nadie lo vio pararse frente a su silla.
Lo que sí vieron todos fue cómo la silla de Tomás se corría sola hacia atrás. Y tres pares de ojos casi se salen de sus órbitas cuando la jarra flotó por el aire y llenó su taza, y dos terrones de azúcar —que parecían colgar de unos hilos transparentes—cayeron, con un salpicón, sobre el café con leche humeante.
Lo que siguió parecía salido de una película muda. Tres sillas se tumbaron hacia atrás al mismo tiempo. El padre, la madre y la hermana de Tomás —que era menor que él— se pararon espantados, con las manos aferradas al borde de la mesa. Tres pares de ojos desorbitados miraron la silla vacía. Y tres personas dieron media vuelta y salieron corriendo en tres direcciones distintas.
Sólo faltaban —como en los dibujos animados— las nubecitas de polvo flotando en el aire. En su lugar, lo que flotaba era una tostada con mermelada rumbo a la boca invisible de Tomás.
Estaba a punto de morderla cuando oyó una voz detrás de él, que venía de la puerta que daba al jardín:
—¡Nooo! ¿Qué vas a hacer?
—¿Eh? —exclamó Tomás mientras se daba vuelta en su silla.
Era su madre, parada en la puerta de la cocina. Tenía un pañuelo de colores en la cabeza (lleno de esos adornos recargados que tanto le gustaban), un overol gastado, y unas tijeras de podar en la mano.
—Acordate que sos alérgico a la mermelada de frutilla. Esperá que te traigo la de naranja.
Por la ventana de la cocina podía ver a su padre llevando una carretilla, y a su hermana —menor que él— juntando las hojas caídas con un rastrillo rojo.
El sol de otoño acariciaba todo el jardín con una mano tibia, y entraba por la ventana de la cocina haciendo brillar los puntitos de polvo dorado que ondeaban en lentos espirales (como si un hada hubiera acabado de pasar por ahí).
 
 
Douglas Wright
 
 

11 de marzo de 2023

El chico que veía demasiadas películas - VI

 


El chico que veía demasiadas películas - VI
 
 
Sábado
 
El sábado por la mañana —como todos los sábados— Tomás jugaba al fútbol con el equipo de su escuela. Cada vez contra una escuela diferente.
Tomás y sus compañeros de equipo —que, además, eran sus amigos— se reunieron media hora antes del partido en la canchita del campo de deportes de la escuela. Estaba en los suburbios (donde las casas eran más bajas y los árboles eran más altos, pensaba Tomás).
Se estaban cambiando en el vestuario. Tomás acababa de darle un montón de vueltas complicadas a los cordones de sus botines con tapones —regalo de Navidad del tío Roberto—y de hacerle un nudo triple a cada uno, cuando entraron los chicos del otro equipo. Dieron un saludo general, y se ubicaron en el sector del vestuario reservado para los visitantes.
Por ahí pasaron Tomás y sus compañeros rumbo a la puerta de salida. Tomás era el último de la fila.
Uno de los chicos del equipo invitado —que estaba agachado atándose un botín— levantó la cabeza en el momento justo en el que Tomás pasaba por su lado, y quedó cara a cara frente a él.
Tomás tuvo la impresión de estar frente a un espejo (como cada mañana cuando se peinaba antes de salir para la escuela). Pero ahí no había ningún espejo. Sólo el chico que estaba parado frente a él —con un botín a medio atar— y que lo miraba con la misma cara de asombro con la que Tomás lo miraba a él. Ambos eran idénticos.
Lo primero que hicieron —los dos al mismo tiempo— fue tocarse las caras. Cada uno tocó la mejilla del otro —con un movimiento idéntico— para comprobar que lo que cada uno tenía por delante no era un espejismo sino algo real y tangible.
Tomás retrocedió, un poco asustado y un poco curioso. La cara del otro chico reflejaba los mismos sentimientos y sensaciones que la de él.
Hubo un silencio expectante, que Tomás rompió con un saludo:
—Hola. Me llamo Tomás, ¿y vos? —dijo, mientras le extendía su mano abierta.
En la cara del otro chico se dibujó —como una sombra— la desconfianza. Dijo con un murmullo casi inaudible:
—Yo también me llamo Tomás —y, tímidamente, estrechó la mano que Tomás le extendía.
Los dos equipos fueron saliendo a la cancha, y ya no quedaba nadie más que ellos en el vestuario. Se sentaron frente a frente en una banqueta de madera llena de ropa desparramada y bolsos a medio cerrar. Esta vez fue el otro chico —el otro Tomás— el que habló:
—¿Qué está pasando? No entiendo nada.
—Yo tampoco —respondió Tomás—. Decime, ¿de qué escuela sos?
—De la número nueve, del distrito cuatro —contestó el otro Tomás.
—¡Pero, esa es mi escuela! —exclamó Tomás—. ¿Y dónde vivís?
—Calle dieciocho, número ciento noventa y dos —respondió el otro.
—¿Y cómo se llama tu mamá?
—Ester —dijo, preocupado.
—¡Igual que la mía! —Tomás abría los ojos cada vez más grandes. Agregó:
—¡No puede ser! ¡Es imposible! Debés estar bromeando.
—Es verdad —dijo el chico—. ¿Por qué iba a mentirte?
—Está bien —lo tranquilizó Tomás, tranquilizándose a sí mismo—. Veamos... Tenemos el mismo aspecto; es más, somos idénticos. Tenemos el mismo nombre, vivimos en la misma casa y vamos a la misma escuela. Entonces: ¡somos la misma persona!
El otro chico —el otro Tomás— abrió la boca como para decir algo, pero fue Tomás el que volvió a hablar:
—¿Escuchaste hablar de la clonación?
—Algo.
—Me parece que uno de los dos es un clon del otro —dijo Tomás preocupado.
—Sí, pero ¿quién es el Tomás original y quién es el clonado? ¿Quién es el verdadero Tomás?
Ahora fue Tomás el que se quedó mudo. El final de la frase le sonaba como un eco en la cabeza.
—Tomás... ¡Tomás!... ¡TOMÁS!
Una mano —en un guante de arquero— le sacudía el hombro. La imagen de Felipe apareció junto a la suya reflejada en el espejo del baño, frente al lavatorio. Con una sonrisa despreocupada, le dijo:
—Apurate, Tomás, te estamos esperando. El partido está por comenzar.
 
 
Douglas Wright
 
 

10 de marzo de 2023

El chico que veía demasiadas películas - V

 


El chico que veía demasiadas películas - V 
 
 
Viernes
 
Atardecía. Era el comienzo de uno de esos crepúsculos largos en los que una luminosidad rosada permanecía en el aire hasta mucho después de que el sol se hubiera perdido detrás del horizonte (lo de perderse era una manera de decir, ya que el sol sabía muy bien adónde iba, pensaba Tomás). De esos momentos en los que el día parecía que no terminaba nunca de irse, y la noche no terminaba nunca de llegar. Una parte del día tan definida como la mañana, la tarde o la noche. La hora preferida de Tomás.
Había hecho planes para ir al cine con dos amigos. Pensaban encontrarse en uno de esos bares que hay en las estaciones de servicio —que permanecen abiertos día y noche— para tomar una gaseosa hasta la hora en que comenzara la película. Estaba en la parada de la esquina de su casa, cuando el ómnibus llegó.
Subió contando las monedas para el boleto (nunca encontraba el cambio justo y tenía que buscar en todos los bolsillos la que le faltaba —que siempre estaba en el último, no importaba por cuál empezase a buscar).
Las depositó en la máquina automática que con un ruido de gárgara metálica le entregó la lengua blanca de un boleto —que Tomás fue mirando rumbo al asiento del fondo. Ahí —justo en el medio— era donde le gustaba sentarse.
Recién en ese momento —ya ubicado en su sitio preferido— levantó la cabeza y miró hacia el pasillo que se extendía frente a él hasta la parte delantera del micro. Parecía larguísimo desde ese lugar.
Todas las luces interiores estaban encendidas y le daban al vehículo un aire de feria o de kermesse (como aquellas que se organizaban para juntar fondos para la escuela). No había pasajeros en los asientos, y tampoco había pasajeros de pie. El ómnibus estaba vacío: completamente vacío. Además, nadie lo conducía. El asiento del conductor —como todos los demás— también estaba vacío. ¡Muy vacío!
Tomás se levantó y vio su imagen reflejada en las ventanillas laterales. El reflejo mostraba a un joven alto y atlético, de cutis moreno y ojos rasgados, con el pelo negro, lacio y brillante (como partido por la espada de un samurai, pensaba Tomás). Vestía un uniforme azul oscuro y unas botas altas de cuero negro.
A medida que Tomás avanzaba por el pasillo, el ómnibus aceleraba la marcha. Los autos que circulaban por la avenida le abrían paso, espantados.
El vehículo se sacudía de un lado para el otro, haciendo que Tomás golpeara contra los asientos vacíos. Debió aferrarse fuertemente del pasamanos para poder avanzar.
Por las ventanillas, las luces de la avenida —y de los autos que iban quedando atrás— eran borrones de color sobre un fondo negro.
Ya estaban llegando al centro de la ciudad. Los edificios eran más altos —los borrones de luz se perdían por arriba de las ventanillas— y había muchísimos vehículos circulando por la avenida —lo que hacía que el ómnibus avanzara en un continuo zig-zag. Los topetazos laterales contra los autos eran cada vez más frecuentes y violentos —lo mismo que los ruidos de las frenadas y los bocinazos.
Una masa luminosa —que abarcaba todo el ancho del parabrisas— se le venía encima a gran velocidad. Tomás —que había logrado llegar hasta la parte delantera del micro— se sentó al volante. Su bota de cuero negro se hundió en el pedal del freno, pero nada, no respondía. Una luz potente (que parecía provenir de una nave extraterrestre) encandiló a Tomás, encegueciéndolo. Giró el volante hacia un lado, violentamente, pero tampoco hubo respuesta. Ahora podía ver nítidamente el frente de un edificio (esa era la gran masa luminosa, esa era la nave extraterrestre), y estaba a punto de chocar contra él. Era un cine.
La marquesina iluminada —con el nombre del cine y el título de la película que proyectaban. Las caras de las personas en la cola de entrada —con sus programas en la mano. La ventanilla de vidrio de la boletería —con la abertura semicircular en la parte inferior por donde el boletero recibía el dinero y entregaba las entradas. La cara del boletero que miraba fijamente a Tomás y movía los labios sin que él pudiera entender lo que le decía.
Desde atrás, la voz de Matías le dijo:
—Dale, Tomás, sacá las entradas.
A su lado, la voz de Julián agregaba:
—Sí, tres menores. Pedí fila ocho. Bien adelante.
Tomás sacó del bolsillo tres billetes nuevos y se los entregó al boletero.
 
 
Douglas Wright
 
 

9 de marzo de 2023

El chico que veía demasiadas películas - IV

 


El chico que veía demasiadas películas - IV
 
 
Jueves
 
Para Tomás, el jueves fue un día complicado.
Cuando despertó por la mañana, su cama flotaba a la deriva en medio del mar.
El sol brillaba alto, y no había una sola nube en el cielo. La paz era total. Y también el silencio.
La brisa suave que le acariciaba el torso bronceado parecía ser lo único que se movía —además del suave vaivén de las olas.
Un par de gaviotas —de las que primero se oyeron sus chillidos agudos— aparecieron en el horizonte como dos puntos blancos, inquietos. Se fueron acercando a Tomás y pasaron revoloteando —jugueteando entre sí— por encima de su cama, que ahora era una balsa de troncos atados unos a otros con cuerdas gruesas y rústicas llenas de hilos sueltos (como los pelos despeinados del bigote de su abuelo, pensaba Tomás).
La impresión de ser observado lo puso en un estado de alerta. Le sacudió de golpe los restos del sueño. Lo despertó por completo.
A lo lejos (aunque en el mar todo parece estar lejos), perdiéndose por momentos entre las olas, alcanzó a ver el periscopio de un submarino.
Tomás se puso de pie. Ya no era un niño flacucho. Ahora era un hombre alto y fuerte.
Vestía los restos de un pantalón hecho jirones, y su camisa desflecada ondeaba —como una bandera— del palo que se alzaba en un extremo de la balsa. Un bulto de cuero marrón, que parecía un abrigo, estaba enrollado como una almohada improvisada en la que todavía se podía ver el hueco de su cabeza.
Un ruido sordo (como el de un gran tambor golpeado debajo del agua) lo sorprendió. Una ola empujó la balsa de costado mientras algo parecido a un enorme delfín pasaba a gran velocidad por su lado —dejando un rastro de burbujas, y una línea de espuma que se iba diluyendo en dirección al periscopio. El sacudón casi lo tira al suelo de troncos y sogas bigotudas.
Una explosión sonó del lado opuesto al periscopio: un torpedo había estallado. En medio del arrebato de olas provocado por la explosión, un segundo periscopio asomó su ojo.
Un nuevo torpedo —silencioso y burbujeante— dibujó su trayectoria de espuma en dirección al primer periscopio. Tomás oyó una nueva explosión. Se encontraba en medio de una batalla naval entre submarinos.
¿Qué hacer? Si intentaba remar hacia un costado para salir de la línea de fuego, corría el riesgo de que esta vez sí le acertaran. Las huellas de los disparos habían dibujado un corredor del ancho de una calle, y salir de él era una locura (¡ya sonaba el tercer disparo!). Remar a lo largo de ese corredor (como una calle en el mar) era otra locura. Fue la que intentó.
Con un remo improvisado (como todo lo que había en la balsa), que descansaba atado al palo de la camisa-bandera —para evitar que una ola se lo llevara—, comenzó una tarea desesperada: remar hasta el primer submarino.
Los disparos (el cuarto, el quinto, el sexto...) se fueron sucediendo alternadamente —primero un submarino, y luego el otro—, a intervalos regulares (como los pasos de un elefante retumbando en la selva, pensaba Tomás), a un lado y otro de la balsa.
A medida que avanzaba hacia el primer submarino, éste iba emergiendo del agua dejando visible una proa filosa de metal. El oleaje que provocó su salida a la superficie tumbó la balsa de Tomás, que salió despedido, cayendo de espaldas en el mar.
El agua fría le golpeó los hombros y la espalda, y un millón de burbujas le nublaron la vista, encegueciéndolo por un momento.
Ahora el agua parecía menos fría. La sensación empezaba a ser agradable, placentera, cuando una voz (como la de su padre) retumbó más allá del agua, desde un espacio lejano, diciendo:
—¡Tomás, apurate! ¡Yo también me tengo que duchar!
Tomás se pasó la mano por la cara, hizo a un lado sus pelos mojados y pudo ver claramente la bañera, la cortina de plástico con flores verdes y amarillas y, más allá, su toalla anaranjada.
La tomó, se secó y salió del baño.
 
 
Douglas Wright
 
 

8 de marzo de 2023

El chico que veía demasiadas películas - III - Bonus

 
El chico que veía demasiadas películas - III - Bonus

 
Este episodio de “El chico que veía demasiadas películas” fue publicado en un libro de texto escolar de Tinta Fresca Ediciones, con el subtítulo “Drago y los Gargos”.
 
Para esa edición hice unos dibujos (con unas formas raras que se adaptaban a los espacios libres de las páginas del libro) y que comparto aquí a modo de Bonus.


De repente, como salido de la nada —y ocupando todo el campo de visión de la ventana— apareció, flotando delante de él, un dragón volador...



 
Los Gargos comenzaron a volar en círculos alrededor de ellos como una bandada de buitres sobre un animal muerto…




—Está bien —dijo Drago, y se dejó caer como una bola de plomo…




Dibujar en los espacios que los diseñadores me asignaban (esos de formas raras) era parte de mi "oficio de ilustrador" (que lo fue por muchos años), y que, debo decirlo, me resultaba divertido.

Aquí, las páginas armadas...





El chico que veía demasiadas películas - III

 


El chico que veía demasiadas películas - III
 
 
Miércoles
 
Tomás estaba en lo de Quique, su mejor amigo. Miraba por la ventana de su habitación, en el primer piso de una típica casa de los suburbios (de esas que tienen un jardín que las rodea por los cuatro costados —y al que hay que cortarle el pasto cada dos semanas).
Habían terminado de preparar una clase especial de Geografía —con mapas, láminas y todo eso— y Quique había bajado a preparar la merienda. Pensaban sentarse a mirar la tele —en media hora comenzaba uno de sus programas favoritos de dibujos animados.
Con la cara pegada al vidrio, Tomás miraba distraído los árboles que estaban al otro lado del jardín, en el límite con la vereda. Siempre que terminaba algún trabajo que le exigía una concentración intensa y prolongada (¡y preparar aquella clase lo había sido!, pensaba Tomás), él quedaba así, un poco ido, absorto... Tenía que mejorar sus calificaciones de Geografía, y Quique y él habían hecho un trabajo agotador. Necesitaban —y merecían— un descanso.
De repente, como salido de la nada —y ocupando todo el campo de visión de la ventana— apareció, flotando delante de él, un dragón volador...
Era grande y gordo (como esos juguetes de gomaespuma), su cuerpo estaba totalmente cubierto de escamas blancas, brillantes, y tenía cara de bueno. Parecía asustado.
Con las patas delanteras —que eran enormes— rascaba el vidrio de la ventana. Sus ojos estaban clavados en los de Tomás. Implorando.
Tomás abrió la ventana y asomó medio cuerpo. Entonces el dragón le habló:
—Me llamo Drago y necesito ayuda —dijo con una voz finita.
—P-pero... ¿q-qué? balbuceó Tomás, que no terminaba de entender lo que estaba sucediendo.
—Subí que te cuento —dijo el dragón. Y agregó:
—¡Tengo que salir rápidamente de aquí, si no, los Gargos me van a atrapar!
—¿Los Gargos? ¿Quiénes son los Gargos? —alcanzó a preguntar Tomás mientras se trepaba al cuello de Drago y se tomaba fuertemente de las escamas como si fueran las crines de un caballo.
Drago era mullido y tibio. Cómodo. Sus escamas, suaves como plumas, le cosquilleaban las pantorrillas, que apretaba con firmeza contra los costados del cuello del dragón.
—Los Gargos son un ejército de gárgolas voladoras que custodian el estudio de los Wharling Brothers.
—¿El de los dibujos animados?
—El mismo.
—¿Y por qué te persiguen?
—Porque me escapé del estudio. Yo soy un dibujo animado. Los Gargos también lo son.
Volaban a mucha altura. El barrio de Quique se veía chiquito desde tan arriba (como una de esas maquetas que hacían para la clase de Ciencias Sociales en las que había que representar el barrio donde uno vivía usando cajitas de fósforos, pedacitos de telgopor y árboles hechos con ramitas, pensaba Tomás).
Pero Tomás no sentía vértigo (lo que era extraño, ya que cuando viajaba en ascensor o se asomaba a un balcón, el estómago le hacía cosquillas y el corazón le palpitaba con fuerza). Se sentía seguro en el cuello de Drago. Le iba a preguntar cómo era posible que él fuese un dibujo animado cuando, detrás de unas nubes, aparecieron —formados como un escuadrón de caza-bombarderos de una película de la Segunda Guerra.
Eran como veinte. Grises, casi negros. Los ojos rojos, furiosos (los dibujantes del estudio habían hecho un buen trabajo). Ásperos, con plumas de piedra —muy diferentes de las de Drago. Parecidos a las gárgolas de las antiguas catedrales góticas —como la de El Jorobado de Notre Dame— en las que, seguramente, se habían inspirado para diseñarlos. Feos. Muy feos.
Salieron a cielo abierto, deshicieron su formación y los rodearon.
Drago quedó paralizado, como flotando en el aire, sin avanzar ni retroceder (algo que sólo los dibujos animados podían hacer —y hacían con frecuencia.). Las piernas de Tomás sintieron cómo el cuello de Drago palpitaba de miedo. De terror.
Tomás, en cambio —aunque percibía el peligro de la situación en que se encontraban—, no tenía miedo. Estaba calmo —en realidad—, lo que era raro porque Tomás era bastante miedoso. Y lo sabía.
Los Gargos comenzaron a volar en círculos alrededor de ellos como una bandada de buitres sobre un animal muerto (esto lo había visto muchas veces en las películas del Oeste). Parecían llevar a cabo un oscuro ritual de muerte antes del ataque final.
—¿Q-qué ha-hacemos? —tartamudeó Drago.
—Dejate caer a plomo —se le ocurrió improvisar a Tomás—. Sos más pesado que ellos y vamos a caer más rápido —agregó. Su voz sonaba rara (como la suya, pero más áspera, más segura, más determinada).
No tenía un espejo donde mirarse —ni tiempo para hacerlo, de haberlo tenido— pero notó que sus manos, sus brazos y sus piernas —que se aferraban cada vez con más fuerza al cuello del dragón— eran de color azul. Y que mechones largos de un pelo enrulado y grueso, color violeta, caían a los costados de su cara sobre unos hombros anchos.
—Está bien —dijo Drago, y se dejó caer como una bola de plomo (como un zepelín de plomo, pensaba Tomás).
Sensación de vacío. Estómago en la boca. Cosquillas en las sienes, y pelos flameando hacia arriba como una bandera violeta.
Desde arriba, algo se posó sobre uno de sus hombros (¿la garra de algún Gargo que lo alcanzaba?) y lo sacudió suavemente...
—Tomás. Hace rato que te estoy llamando. ¿No me escuchás? —Quique estaba parado a su lado, con un repasador arrugado en una mano, y un pan con manteca y mermelada en la otra.
—¡Eh! ¿Qué? —Tomás apartó su cara de la ventana.
—El café con leche está servido. Y el programa de dibujos está por empezar. Hoy dan una película de dragones.
 
 
Douglas Wright