Todo
el tiempo del mundo
Yo
tenía cinco años. Cinco años y un día, en realidad. Era el día siguiente a mi
cumpleaños y yo jugaba con el camioncito rojo que me habían regalado. Lo hacía
andar sobre los ladrillos que bordeaban el cantero del jardín (unos ladrillos
oscuros, llenos de verdín).
El
cantero era una selva. Una de las plantas tenía unos tomatitos rojos que yo
transportaba de un lado para el otro en la caja de mi camioncito.
Todo
era rojo y verde en ese rincón del mundo. Todo era rojo y verde en ese rincón
de mi vida: el camioncito, los tomatitos y los ladrillos, y la selva y el
verdín. Y todo olía a verde y a rojo, también: el olor fresco de las plantas,
el olor profundo del verdín, el olor áspero y húmedo de los ladrillos viejos, y
el olor brillante y plástico de mi camioncito.
Una
gotita de rocío, de ésas que cubrían las hojas de una planta del sector en
sombras de la selva, al que todavía no había llegado el sol de la mañana,
comenzó a deslizarse lentamente. Llegó hasta el borde de la hoja, tembló un
poquito, y empezó a estirarse como si fuera de goma (de una goma líquida y
brillante). Parecía estar pensando si dejarse caer o no. Y parecía estar
tomándose todo el tiempo del mundo para pensarlo. Por fin se decidió (o tal
vez, simplemente, cayó antes de haber decidido nada).
Estoy
sentado en uno de los bancos de la plaza mirando los ladrillos con verdín que
bordean el sector en sombras del cantero, al que todavía no llegó el sol de la
mañana. Tengo sesenta y tres años, y ahí está la gotita de rocío, hecha un
charquito, sobre la punta de mi zapato marrón.
Douglas Wright