Me gusta el sabor de
algunas bebidas (el vino, por ejemplo), y me encantan los perfumes del azahar y
del jazmín de mis balcones...
Pero, a veces,
bebiendo un vaso de agua fresca, me encuentro diciéndome a mí mismo, en voz
alta: "¡ah, qué rica!".
Y, a veces, acostado
en mi colchón, dejando que mis pulmones se llenen todo lo que quieran, siento
que el aire es riquísimo también.
Como están ahí, a
nuestro alcance todo el tiempo —todavía—, me parece que los valoramos poco.
A ellos: ¡salud!
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Algo más…
Cuando yo era chico, había unos
personajes que hablaban en “capicúa” (venían de una época anterior, todavía —de
aquellos “taitas” de tango, tal vez).
A veces, algunos versitos se me
aparecen así, en “capicúa” (“el agua es rica —el agua—“) porque sí nomás,
porque se les da la gana (y yo les sigo la corriente).
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Los sabores de la vida
El agua es rica —el
agua—,
el aire es rico,
también
—el agua, con su
sabor,
me salpica, me
salpica.
El aire es rico —el
aire—,
rico como el agua
rica
—¡ah, el aire, con
su aroma,
aromatiza mi vida!
Nada de
"insulsa, insabora,
inodora e
incolora":
¡una mentira total!;
el agua tiene
sabores
—sabores ricos que
pican.
Nada de
"insulso", ¡mentira!
—digo, el aire no es
así—,
tiene perfumes de
vida:
los aromas de la
vida,
los aromas del
vivir.
Douglas Wright
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