13 de marzo de 2023

El chico que veía demasiadas películas - VIII - Momentos favoritos

 


El chico que veía demasiadas películas - VIII - Momentos favoritos
 
 
La novicia rebelde
 
 
Tal como en aquella canción de “La novicia rebelde” (The Sound of Music) en la que Julie Andrews enumeraba una serie de cosas favoritas para ella, yo también (¿quién no?) tengo las mías.
 
Momentos, situaciones, personas, objetos, lugares…
 
De vez en cuando, como ahora, esto ocurre con algunas de las cosas que me tocó escribir (sobre todo cuando los textos que estoy reeditando fueron escritos hace muchos —muchos— años ya…) y los veo y los leo —casi— como si fueran de otro.
 
Entonces me encuentro disfrutando de algunas parrafadas tal como me ocurre cuando leo los textos de mis escritores favoritos. (Esto no quiere decir —aclaro— que los míos tengan la calidad de aquellos, sino que me producen una sensación —un feeling— similar.)
 
Y no es necesariamente que los busco sino que se me presentan, solitos, como una especie de sorpresa —de sorpresita— agradable.
 
Aquí van algunos (no necesariamente en orden de aparición).
 
 
Momentos favoritos
 
 
“¿Qué hacer? Si intentaba remar hacia un costado para salir de la línea de fuego, corría el riesgo de que esta vez sí le acertaran. Las huellas de los disparos habían dibujado un corredor del ancho de una calle, y salir de él era una locura (¡ya sonaba el tercer disparo!). Remar a lo largo de ese corredor (como una calle en el mar) era otra locura. Fue la que intentó.”
 
¡Ah, cómo me gusta esto! Tomás no elige entre una opción “loca” y una “cuerda” (elige entre dos “locuras”).
 
(Como en la vida real, tal vez, cuando no hay tiempo para sopesar los pro y los contra, y uno elige porque sí, intuitivamente, digamos.)
 
 
“Para Tomás, el jueves fue un día complicado.
 
Cuando despertó por la mañana, su cama flotaba a la deriva en medio del mar.”
 
Pensaba que para un chico en edad escolar un día complicado podría deberse a que no hizo la tarea, no estudió la lección, o algo así… pero la “complicación” del día de Tomás se debe a que “¡su cama anda flotando a la deriva en medio del mar!”.
 
 
“Le dio un beso a su mamá (o, mejor dicho, su mamá alcanzó a darle un beso mientras él atravesaba la puerta de calle)…”
 
“El beso reglamentario”, se me ocurría pensar (ahora, como si fuera un Tomás “grande”, adulto).
 
No el que surge espontáneamente sino el de la mañana, el de la vuelta del cole, el de antes de ir a dormir (¡el beso a esas tías que uno casi no conoce!).
 
 
Prosa “trabada”
 
 
Pensaba, en general, que toda esta prosa está “trabada”, deliberadamente trabada (por los signos de puntuación que interrumpen, como los guiones largos, los paréntesis, los pensamientos y reflexiones de Tomás… y por las detalladas —a veces interminables— descripciones).
 
Y pensaba, también, que no me interesa tanto ”lo que ocurre” (que en este caso está tomado de los argumentos de las películas que vimos —Tomás y yo) sino de cómo eso es “vivido, experimentado”, desde su óptica, desde su mirada, desde su experiencia.
 
Comparar las naves espaciales con el platillo de la batería de un grupo de rock, por ejemplo.
 
Estos textos datan de 2002 —hace más de 20 años, ya—, y son mis primeros intentos (los segundos, en realidad —los primeros se llamaban “Historias exageradas”) de experimentar con la escritura.
 
La escritura “pura”, digamos (es decir, aquella no acompañada por dibujos —en historietas y Cartoons, por ejemplo— como había ocurrido hasta entonces), una que se “bastara” por su cuenta.
 
Yo tenía 52 años y, en ese entonces, estaba influenciado por Raymond Chandler (y su Phillip Marlowe) y por los cuentos cortos (short stories) de Dylan Thomas (que me había regalado mi amigo Daniel Marino, escritor y dibujante, también).
 
Chandler decía “dialogue and description” (diálogo y descripción) (“me cago en el argumento”, traducido un poco guasamente, para mí).
 
Es decir, no me interesa tanto “lo” que pasa, sino “cómo” pasa.
 
Y, de hecho, a muchos fanas de Chandler-Marlowe nos ocurre lo mismo: no recordamos quién mató a quién, o quién es el culpable —y cosas así—, sino qué tan desapercibido pasaba un personaje (“como una tarántula en un plato de leche”), o cómo era la boquilla en la que fumaba la mujer (“tan larga como un paraguas”), o cómo era el escritorio al que estaba sentada (“no tan grande como la tumba de Napoleón”).
 
De ahí, supongo, este interés por las descripciones detalladas, por las introspecciones (lo que piensa Tomás, desde su punto de vista —desde su mirada de niño).
 
 
Más momentos favoritos
 
 
“Cualquier chico hubiera corrido a su casa —que estaba solo a media cuadra— a buscar la protección de sus padres y de su pieza (la pieza es donde uno se siente más seguro, pensaba Tomás).”
 
En medio de una situación en la que están involucrados platos voladores, a Tomás se le ocurre pensar que “la pieza es donde uno se siente más seguro”.
 
“Ficción” y “Realidad”, se me ocurre pensar ahora…
 
 
Exitosos fracasos
 
 
Ya he hablado sobre mis fracasos, estas historias, por supuesto, también lo fueron.
 
Fracasos en el sentido de conseguir interesar a alguna editorial para su publicación.
 
(Supongo que, ya pasado el momento, eso en realidad me tranquiliza —“jamás sería socio de un club que me aceptara a mí como socio”, decía Groucho Marx.)
 
Supongo que no “encajo” en lo habitual. En las convenciones acerca de la “linealidad” del discurso (y, en general, del “pensamiento”).
 
Me parece que yo “pienso” a los saltos (y, en general, “percibo” a los saltos, también).
 
Jamás entendí a esos críticos de arte que decían que a tal o cual cuadro había que empezar a verlo de arriba a la derecha, por ejemplo, y seguir tal o cual recorrido (en un orden predeterminado).
 
Mis ojos (mi vista) saltaban de un lado a otro, como se les cantaba.
 
Lo mismo con los textos, creo: leo a los saltos, me quedo en un detalle, vuelvo atrás (me distraigo con los dibujitos que hace el texto impreso sobre la página —esas “callecitas” que se forman entre las distintas líneas, y que uno puede recorrer de arriba abajo, por ejemplo, o viceversa).
 
Sí, sí, tardo meses en leer un libro…
 
Y, otra vez, ahora, la interrupción de la interrupción (de la interrupción), esto se ha transformado de “mis momentos favoritos” en una especie de reflexión de la escritura en mi vida. ¿Por qué no?
 
 
Marshall McLuhan (con perdón de la palabra)
 
 
Decía Marshall McLuhan (y no quiero parecer un erudito o un académico que no lo soy —lejos, lejísimo de ello) que más importante (más trascendental, de más consecuencia) era no “lo que leemos” sino el hecho de “que leemos”.
 
Esto es un poco difícil de explicar para mí (sobre todo a ojo, de memoria), pero la idea básica es que podemos leer una novelita barata, digamos, para pasar el rato, o una obra importante, fundamental (El Quijote, Shakespeare, o algo así), y las diferencias se dan en un nivel “cultural”, digamos, en un nivel “estético”, tal vez.
 
Pero el hecho de que leamos (una página tras otra, de izquierda a derecha, de arriba hacia abajo, etcétera) nos afecta en un nivel más profundo.
 
Y nos genera una concepción y una percepción lineal de la realidad, de la vida, del tiempo. De izquierda a derecha, en fila india, en un orden de sujeto-verbo-predicado (en el que “Martín ama a María” cuenta a Martín como un ente independiente, separado de María, a María como un ente independiente de Martín, y al amor como una “cosa” independiente, aparte, abstracta, separada de ambos). ¡Uf! Difícil de explicar… Y no como algo-que-ocurre-todo-al-mismo-tiempo, digamos.
 
Al parecer (según McLuhan), antes de Gutemberg las cosas no eran tan así. Y coincido con eso.
 
Por supuesto, esto no siempre fue así para mí.
 
Hice algunos intentos de “comienzo-desarrollo-final” que, a poco de empezar, me aburrían tanto (me aterraban de aburrimiento) que los abandonaba enseguida.
 
O aquello de “tener la historia clara” antes de empezar: ¡un embole!, para mí. (En general no sé a dónde voy a ir a parar.)
 
Supongo que mi mente (mi mente de niño) anda a los saltos, y así es como escribo…
 
 
Y más momentos favoritos, todavía
 
 
Volviendo entonces a mis momentos favoritos (¿se acuerdan?).
 
 
“Lo montaba un guerrero gigantesco que vestía un traje de cuero negro lleno de tachas de metal (un heavy-metal de la antigüedad, pensó Tomás)…”
 
 
“La espada silbó sobre su cabeza —dejando una huella invisible y fría—…”
 
 
“Se puso de pie rápidamente. Ahora medía un metro noventa de altura (un poco más que su tío Pedro, que era el más alto de la familia) y se sentía fuerte y poderoso.”
 
 
“Volaban a mucha altura. El barrio de Quique se veía chiquito desde tan arriba (como una de esas maquetas que hacían para la clase de Ciencias Sociales en las que había que representar el barrio donde uno vivía usando cajitas de fósforos, pedacitos de telgopor y árboles hechos con ramitas, pensaba Tomás).”
 
 
“Estaba calmo —en realidad—, lo que era raro porque Tomás era bastante miedoso. Y lo sabía.”
 
 
“Los Gargos comenzaron a volar en círculos alrededor de ellos como una bandada de buitres sobre un animal muerto (esto lo había visto muchas veces en las películas del Oeste).”
 
 
“…una balsa de troncos atados unos a otros con cuerdas gruesas y rústicas llenas de hilos sueltos (como los pelos despeinados del bigote de su abuelo, pensaba Tomás).”
 
 
Fractales (¿lo qué?)
 
 
En los fractales, las formas grandes se repiten en las medianas y luego en las chicas, digamos (dicho a ojo, y de entrecasa).
 
Por ejemplo, un árbol tiene un tronco que se abre en una rama hacia la izquierda y otra a la derecha…
 
La rama de la izquierda se abre en dos ramitas más chicas (a izquierda y derecha), y lo mismo ocurre con la rama de la derecha.
 
Hasta llegar a las hojas, cuyas nervaduras se abren, otra vez, a izquierda y derecha (como arbolitos en miniatura, digamos).
 
Así pienso yo que andan las cosas en mi escritura, por más que salte de un lado a otro, sin un orden lineal, “lógico”, siempre estoy “en el árbol”.
 
(Y ya no me preocupo tanto cuando en una charla “me voy por las ramas” porque sé, aunque ya no recuerde cómo llegué hasta allí, que, de algún modo, algo tiene que ver con el tema que estábamos tratando.)
 
 
Momentos favoritos finales
 
 
“Las depositó en la máquina automática que con un ruido de gárgara metálica le entregó la lengua blanca de un boleto…”
 
Como decía antes, estos textos tienen más de 20 años, y son de la época en que había que sacar un boleto para viajar (como decía la canción Ticket to Ride, de Los Beatles). Se me ocurrió dejarlos así (¿anacrónicos?).
 
 
“…la canchita del campo de deportes de la escuela. Estaba en los suburbios (donde las casas eran más bajas y los árboles eran más altos)…”
 
 
“En la cara del otro chico se dibujó —como una sombra— la desconfianza.”
 
 
“Tomás se quedó remoloneando en la cama, mirando los puntitos de polvo que flotaban en el aire de su pieza. La luz del sol que entraba por la ventana los iluminaba como si fueran polvo mágico (como aquél que dejaban las hadas a su paso, pensaba Tomás).”
 
 
“Por el espacio entreabierto de la puerta se alcanzaba a ver —en la penumbra del pasillo— la mitad de un cuadro y la mitad de un jarrón apoyado sobre media mesita con patas sobrecargadas de adornos dorados…”
 
 
“…el tubo de pasta —que flotó hasta posarse lentamente sobre el cepillo (como un zepelín en una película antigua).”
 
 
“El sol de otoño acariciaba todo el jardín con una mano tibia, y entraba por la ventana de la cocina haciendo brillar los puntitos de polvo dorado que ondeaban en lentos espirales (como si un hada hubiera acabado de pasar por ahí).”
 
 
Douglas Wright
 

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