15 de abril de 2011

Una broma



Una mano que conocía bien me tomó de las plumas de atrás y me pegó un tirón suave y firme.

—Auch —susurré.

Sentí que ascendía por un tubo oscuro en medio del ruido que producía el entrechocar de varillas de madera. Y, de repente, la luz cegadora y el aire fresco.

—Ahhh —suspiré. Hacía mucho que no salía al exterior.

Enseguida me encontré tendida horizontalmente, sostenida sólo por dos puntos de apoyo. Una cuerda áspera me presionaba desde atrás (o yo la presionaba a ella, no lo sé). La tensión aumentaba a medida que la mano —esa que conocía bien— me iba jalando lenta y firmemente.

Mi costado se frotaba contra una gruesa vara de madera, lustrosa, bien pulida por el uso constante. La sensación era la de un agradable cosquilleo.

Sabía lo que iba a venir inevitablemente. Una excitación, como cuando se sube por la escalerilla de un avión (aunque nunca había viajado en uno —y los aviones todavía no se habían inventado). Unas ganas de querer y no querer al mismo tiempo. Un vacío en la boca del estómago, una opresión en el pecho, una suave pero intensa presión en las sienes (como cuando uno está en la alta montaña), salvo que yo no tenía ni estómago ni pecho ni sienes, y jamás había estado en la alta montaña. (Lo más alto que había llegado era la cima de una colina o la copa de unos árboles: ahí sí que había estado muchas veces.)

Un ruido vibrante y seco (como el TWANG de la onomatopeya de una historieta) restalló detrás de mí (iba a decir a mis espaldas... pero tampoco las tengo).

Una fuerza poderosa me atrajo hacia adelante (como cuando se pega el tirón final que saca del agua al pez que mordió el anzuelo: yo era ese pez).

Avancé por el aire, velozmente, sin ataduras (ni roces con maderas lustrosas, ni cuerdas ásperas apretándome desde atrás). Liberada, aunque sin libertad. Con un destino fijo, único, inevitable: ineludible. Prisionera de mi trayectoria (si quisiera ponerme sutil).

Los alrededores: borrosos. Paisaje: sí, pero sin nitidez de contornos. Verdes de mil distintos tonos se fundían en un manchón alargado (como si un piloto de carreras de Fórmula Uno filmara desde su auto en movimiento a un público vestido con mil distintos tonos de verde). Pero no había piloto ni público vestido de verde. Tampoco carreras de Fórmula Uno. Sólo el bosque.

Los borrones verdes quedaron atrás.

Se abrió por delante un gran espacio celeste y luminoso que también conocía.

Llegaron los olores, con retraso. Tomillo, laurel, hierba tierna y húmeda (ideal para jugar al golf), flores silvestres y, sobre todo: maderas.

Madera milenaria. Madera virgen. Madera como para construir la balsa más grande y más linda del mundo. Madera sombríamente húmeda y mohosa: Sherwood.

Una brisa fresca con olor a aire puro me azotó de frente (casi digo la frente) rozándome los costados. Otra vez cosquillas leves, agradables.

¡Qué sensación hermosa ! Qué sentimiento de libertad (aunque sabía, por supuesto, que no era libre: nunca lo sería). (Tal vez por eso todo se volvía tan intenso, tan único: tan último.)

Hasta ahí el movimiento (mi trayectoria, por decirlo así) había sido ascendente. Pujantemente ascendente.

Entonces todo pareció detenerse. Quedé inmóvil, suspendida, aunque sabía por experiencia que esto no era así (que no podía ser así) y que continuaba moviéndome hacia adelante. Sólo el ángulo de mi avance se había modificado levemente. Lo suficiente como para saber que ya no seguía subiendo. (Siempre sentía lo mismo al llegar al punto más alto de mi trayectoria.) En ese momento comenzaba el descenso, como el de un cisne que planea sobre un lago quieto.

Recién entonces me llegó —desde abajo y desde atrás— la risa vibrante de ese pelirrojo inmenso y bonachón: Little John. El "Pequeño" Juan.

Los verdes, antes borrosos, comenzaron a tomar la forma definida de las copas de unos árboles, de unos troncos, y de una pradera de ensueño (como aquella por la que andaba Julie Andrews al comienzo de La Novicia Rebelde, pero sin música —¡lástima!). (Unas praderas que las lluvias frecuentes mantenían verdes y tiernas. Un lugar como para acostarse a descansar y a soñar —si una pudiera). ¡Unas praderas para jugar al golf!...

La sensación de caída me sacó de estas cavilaciones (al las que soy tan afecta) y de mi ensoñación (¿producto de una vida demasiado sedentaria, tal vez?).

El celeste del cielo, tan lindo y tan brillante, empezó a desplazarse hacia arriba, y una línea horizontal apareció ante mí. No una línea definida. No una línea nítida. Desde ya, no una línea recta. Sí un serruchado contorno de bosques y colinas.

Y en el medio, un manchón gris, cuadrado, de piedra, se me vino encima tan rápido que apenas me di cuenta que estaba frente a las murallas de un castillo.

Dos gruesas cadenas en diagonal, apenas percibidas al pasar, enmarcaban el marrón de los gruesos tablones del portón de entrada del castillo. De "el" castillo: el único que conocía.

Primero un golpe seco (que había sentido muchas veces —y al que ya me estaba acostumbrando— pero que no me gustaba nada)... Después otro golpe (el del olor a resina al penetrar la madera —espeso, dulzón, con un regusto mentolado)... Y luego una vibración (como la de la cola de un perro mojado cuando termina de sacudirse)... marcaron el final de todos mis movimientos: el fin —al fin— de mi trayectoria.

Entonces la quietud, horizontal, tensa.

Por encima de las maderas del portón, grabado en el dintel de piedra de la entrada, alcancé a percibir el relieve del escudo de armas del señor del castillo. Estaba en Nottingham.

Enrollado en mi cuerpo flaco —y atado firmemente con una cinta roja que remataba en un moño elegante—: un pergamino. En la parte superior de su cara interna, en sombras, escrita en una caligrafía de mayúsculas rebuscadas y llenas de rulos decorativos, se podía leer la palabra: "ADVERTENCIA".

En el otro extremo del rollo grueso y amarillento, también en sombras, las iniciales: "R. H."

Robin Hood acababa de jugarle una de sus amenazantes bromas al malhumorado (despiadado e injusto, según había oído decir) Sheriff de Nottingham.

Y yo era el vehículo, el instrumento, con el que esta bromeante amenaza se había llevado a cabo: una simple flecha.


Douglas Wright

6 comentarios:

  1. Que hermoso cuento, excelente redacción. Me gustó mucho.

    Saludos,

    Postes de madera

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  2. Muchas gracias "Todo pasa"...

    Saludos.


    Douglas.

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  3. Excelente tu forma de narrar, considero que es muy entretenido.

    Saludos.

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  4. Bueno, "Recargas"...

    ¡Muchas gracias!


    Saludos.


    Douglas.

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  5. Robin Hood una muy buena historia para contar, el heroe de los pobres. Me gusta tu versión de una parte de la historia.

    Saludos,

    Maquinas de soldar

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  6. Gracias, otra vez, "Nada..."

    Más saludos.


    Douglas.

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