14 de abril de 2012

El chico que veía demasiadas películas - VI




Sábado

El sábado por la mañana —como todos los sábados— Tomás jugaba al fútbol con el equipo de su escuela. Cada vez contra una escuela diferente.
Tomás y sus compañeros de equipo —que, además, eran sus amigos— se reunieron media hora antes del partido en la canchita del campo de deportes de la escuela. Estaba en los suburbios (“donde las casas eran más bajas y los árboles eran más altos”, pensaba Tomás).
Se estaban cambiando en el vestuario. Tomás acababa de darle un montón de vueltas complicadas a los cordones de sus botines con tapones —regalo de Navidad del tío Roberto—y de hacerle un nudo triple a cada uno, cuando entraron los chicos del otro equipo. Dieron un saludo general, y se ubicaron en el sector del vestuario reservado para los visitantes.
Por ahí pasaron Tomás y sus compañeros rumbo a la puerta de salida. Tomás era el último de la fila.
Uno de los chicos del equipo invitado —que estaba agachado atándose un botín— levantó la cabeza en el momento justo en el que Tomás pasaba por su lado, y quedó cara a cara frente a él.
Tomás tuvo la impresión de estar frente a un espejo (como cada mañana cuando se peinaba antes de salir para la escuela). Pero ahí no había ningún espejo. Sólo el chico que estaba parado frente a él —con un botín a medio atar— y que lo miraba con la misma cara de asombro con la que Tomás lo miraba a él. Ambos eran idénticos.
Lo primero que hicieron —los dos al mismo tiempo— fue tocarse las caras. Cada uno tocó la mejilla del otro —con un movimiento idéntico— para comprobar que lo que cada uno tenía por delante no era un espejismo sino algo real y tangible.
Tomás retrocedió, un poco asustado y un poco curioso. La cara del otro chico reflejaba los mismos sentimientos y sensaciones que la de él.
Hubo un silencio expectante, que Tomás rompió con un saludo:
—Hola. Me llamo Tomás, ¿y vos? —dijo, mientras le extendía su mano abierta.
En la cara del otro chico se dibujó —como una sombra— la desconfianza. Dijo con un murmullo casi inaudible:
—Yo también me llamo Tomás —y, tímidamente, estrechó la mano que Tomás le extendía.
Los dos equipos fueron saliendo a la cancha, y ya no quedaba nadie más que ellos en el vestuario. Se sentaron frente a frente en una banqueta de madera llena de ropa desparramada y bolsos a medio cerrar. Esta vez fue el otro chico —el otro Tomás— el que habló:
—¿Qué está pasando? No entiendo nada.
—Yo tampoco —respondió Tomás—. Decime, ¿de qué escuela sos?
—De la número nueve, del distrito cuatro —contestó el otro Tomás.
—¡Pero, ésa es mi escuela! —exclamó Tomás—. ¿Y dónde vivís?
—Calle dieciocho, número ciento noventa y dos —respondió el otro.
—¿Y cómo se llama tu mamá?
—Ester —dijo, preocupado.
—¡Igual que la mía! —Tomás abría los ojos cada vez más grandes. Agregó:
—¡No puede ser! ¡Es imposible! Debés estar bromeando.
—Es verdad —dijo el chico—. ¿Por qué iba a mentirte?
—Está bien —lo tranquilizó Tomás, tranquilizándose a sí mismo—. Veamos... Tenemos el mismo aspecto; es más, somos idénticos. Tenemos el mismo nombre, vivimos en la misma casa y vamos a la misma escuela. Entonces: ¡somos la misma persona!
El otro chico —el otro Tomás— abrió la boca como para decir algo, pero fue Tomás el que volvió a hablar:
—¿Escuchaste hablar de la clonación?
—Algo.
—Me parece que uno de los dos es un clon del otro —dijo Tomás preocupado.
—Sí, pero ¿quién es el Tomás original y quién es el clonado? ¿Quién es el verdadero Tomás?
Ahora fue Tomás el que se quedó mudo. El final de la frase le sonaba como un eco en la cabeza.
—Tomás... ¡Tomás!... ¡TOMÁS!
Una mano —en un guante de arquero— le sacudía el hombro. La imagen de Felipe apareció junto a la suya reflejada en el espejo del baño, frente al lavatorio. Con una sonrisa despreocupada, le dijo:
—Apurate, Tomás, te estamos esperando. El partido está por comenzar.


Douglas Wright

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