8 de abril de 2012

El chico que veía demasiadas películas - I




Lunes

Como cada mañana, Tomás salía de su casa rumbo a la escuela. Era temprano, y la mañana de lunes se sentía más temprana que todas las demás. Le dió un beso a su mamá (o, mejor dicho, su mamá alcanzó a darle un beso mientras él atravesaba la puerta de calle) y ya caminaba por la vereda en dirección a la esquina cuando cientos de naves espaciales ensombrecieron el cielo.
Se trataba, en realidad, de platos voladores —redondos, metálicos, plateados— con una cúpula —también metálica— en el centro, como el platillo de la batería de un grupo de rock.
La primera reacción de Tomás —automática, instintiva, inútil— fue agacharse. Después corrió, y, por último, se parapetó detrás de un auto estacionado. Eso no mejoraba su situación pero al menos le permitía observar sin ser observado (“que es como uno puede mirar las cosas con tranquilidad”, pensaba Tomás). Tal vez la costumbre de jugar a las escondidas —como una deformación profesional de la infancia— le hacía pensar así.
Las naves —los platos voladores— se dirigían, sin duda, al centro de la ciudad en una formación similar a aquella en que volaban los pájaros que Tomás solía ver los fines de semana en la quinta de sus tíos. Como un triángulo alargado. Una cuña voladora.
Tomás subió al auto detrás del cual se había parapetado (que, milagrosamente, tenía las llaves puestas) y, haciendo chirriar las gomas, salió disparado calle arriba, en dirección al centro.
Cualquier chico hubiera corrido a su casa —que estaba sólo a media cuadra— a buscar la protección de sus padres y de su pieza (“la pieza es donde uno se siente más seguro”, pensaba Tomás). Pero Tomás ya no era un chico normal. Tomás ya no era un chico. Tomás era un héroe —como los héroes de sus películas favoritas. Una persona grande. Un adulto (como las personas grandes se llamaban a sí mismas).
Camino del centro —a través del parabrisas de su auto en movimiento—, Tomás pudo ver unos cuantos colectivos abandonados, un montón de autos chocados (algunos que estaban volcados ya comenzaban a incendiarse), y muy poca gente en las calles. Las pocas personas que cruzaba en su camino corrían desesperadas (a guarecerse en sus casas, suponía). El silencio era total. Mortal.
Al llegar a la Plaza Central notó que los tres edificios principales (para los adultos, ya que para ellos —los chicos como Tomás y sus amigos—los edificios importantes eran otros, como el cine o la heladería...) estaban en llamas: la Casa de Gobierno, la Iglesia Catedral y el Banco Central.
El humo que salía de los tres incendios formaba una gruesa columna que se juntaba en el centro de la plaza y subía, en forma vertical, más arriba de las naves —los platos—, donde empezaba a abrirse como un gigantesco paraguas negro.
Desde mucho más arriba del humo negro y de las naves, desde mucho más atrás de los edificios en llamas, como una cúpula sonora que vibraba sobre la plaza y sus alrededores, se oyó una voz poderosa y a la vez suave...
—A ver, Tomás. ¿Que sucedió en 1492 cuando Colón partió con sus carabelas del puerto de Palos? ¿Qué buscaba? ¿Qué encontró?... ¡Tomás!... ¡TOMÁS!
Era la voz de la señorita Marta, la maestra de Historia, que lo sacaba de su ensueño y lo devolvía a su banco de escuela.


Douglas Wright

2 comentarios:

  1. Laucha de biblioazteca5 de agosto de 2014, 9:46

    A mi me parece que esta muy buena, pero es un poco larga para los chicos...Fuera de todo esta excelente.

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