31 de mayo de 2013

Todo el tiempo del mundo



Todo el tiempo del mundo

 
Yo tenía cinco años. Cinco años y un día, en realidad. Era el día siguiente a mi cumpleaños y yo jugaba con el camioncito rojo que me habían regalado. Lo hacía andar sobre los ladrillos que bordeaban el cantero del jardín (unos ladrillos oscuros, llenos de verdín).

El cantero era una selva. Una de las plantas tenía unos tomatitos rojos que yo transportaba de un lado para el otro en la caja de mi camioncito.

Todo era rojo y verde en ese rincón del mundo. Todo era rojo y verde en ese rincón de mi vida: el camioncito, los tomatitos y los ladrillos, y la selva y el verdín. Y todo olía a verde y a rojo, también: el olor fresco de las plantas, el olor profundo del verdín, el olor áspero y húmedo de los ladrillos viejos, y el olor brillante y plástico de mi camioncito.

Una gotita de rocío, de ésas que cubrían las hojas de una planta del sector en sombras de la selva, al que todavía no había llegado el sol de la mañana, comenzó a deslizarse lentamente. Llegó hasta el borde de la hoja, tembló un poquito, y empezó a estirarse como si fuera de goma (de una goma líquida y brillante). Parecía estar pensando si dejarse caer o no. Y parecía estar tomándose todo el tiempo del mundo para pensarlo. Por fin se decidió (o tal vez, simplemente, cayó antes de haber decidido nada).

Estoy sentado en uno de los bancos de la plaza mirando los ladrillos con verdín que bordean el sector en sombras del cantero, al que todavía no llegó el sol de la mañana. Tengo sesenta y tres años, y ahí está la gotita de rocío, hecha un charquito, sobre la punta de mi zapato marrón.


Douglas Wright

 

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