El chico que veía
demasiadas películas - V
Viernes
Atardecía.
Era el comienzo de uno de esos crepúsculos largos en los que una luminosidad
rosada permanecía en el aire hasta mucho después de que el sol se hubiera
perdido detrás del horizonte (lo de perderse era una manera de decir, ya que el
sol sabía muy bien adónde iba, pensaba Tomás). De esos momentos en los que el
día parecía que no terminaba nunca de irse, y la noche no terminaba nunca de
llegar. Una parte del día tan definida como la mañana, la tarde o la noche. La
hora preferida de Tomás.
Había hecho planes para ir al cine con dos amigos. Pensaban encontrarse en uno de esos bares que hay en las estaciones de servicio —que permanecen abiertos día y noche— para tomar una gaseosa hasta la hora en que comenzara la película. Estaba en la parada de la esquina de su casa, cuando el ómnibus llegó.
Subió contando las monedas para el boleto (nunca encontraba el cambio justo y tenía que buscar en todos los bolsillos la que le faltaba —que siempre estaba en el último, no importaba por cuál empezase a buscar).
Las depositó en la máquina automática que con un ruido de gárgara metálica le entregó la lengua blanca de un boleto —que Tomás fue mirando rumbo al asiento del fondo. Ahí —justo en el medio— era donde le gustaba sentarse.
Recién en ese momento —ya ubicado en su sitio preferido— levantó la cabeza y miró hacia el pasillo que se extendía frente a él hasta la parte delantera del micro. Parecía larguísimo desde ese lugar.
Todas las luces interiores estaban encendidas y le daban al vehículo un aire de feria o de kermesse (como aquellas que se organizaban para juntar fondos para la escuela). No había pasajeros en los asientos, y tampoco había pasajeros de pie. El ómnibus estaba vacío: completamente vacío. Además, nadie lo conducía. El asiento del conductor —como todos los demás— también estaba vacío. ¡Muy vacío!
Tomás se levantó y vio su imagen reflejada en las ventanillas laterales. El reflejo mostraba a un joven alto y atlético, de cutis moreno y ojos rasgados, con el pelo negro, lacio y brillante (como partido por la espada de un samurai, pensaba Tomás). Vestía un uniforme azul oscuro y unas botas altas de cuero negro.
A medida que Tomás avanzaba por el pasillo, el ómnibus aceleraba la marcha. Los autos que circulaban por la avenida le abrían paso, espantados.
El vehículo se sacudía de un lado para el otro, haciendo que Tomás golpeara contra los asientos vacíos. Debió aferrarse fuertemente del pasamanos para poder avanzar.
Por las ventanillas, las luces de la avenida —y de los autos que iban quedando atrás— eran borrones de color sobre un fondo negro.
Ya estaban llegando al centro de la ciudad. Los edificios eran más altos —los borrones de luz se perdían por arriba de las ventanillas— y había muchísimos vehículos circulando por la avenida —lo que hacía que el ómnibus avanzara en un continuo zig-zag. Los topetazos laterales contra los autos eran cada vez más frecuentes y violentos —lo mismo que los ruidos de las frenadas y los bocinazos.
Una masa luminosa —que abarcaba todo el ancho del parabrisas— se le venía encima a gran velocidad. Tomás —que había logrado llegar hasta la parte delantera del micro— se sentó al volante. Su bota de cuero negro se hundió en el pedal del freno, pero nada, no respondía. Una luz potente (que parecía provenir de una nave extraterrestre) encandiló a Tomás, encegueciéndolo. Giró el volante hacia un lado, violentamente, pero tampoco hubo respuesta. Ahora podía ver nítidamente el frente de un edificio (esa era la gran masa luminosa, esa era la nave extraterrestre), y estaba a punto de chocar contra él. Era un cine.
La marquesina iluminada —con el nombre del cine y el título de la película que proyectaban. Las caras de las personas en la cola de entrada —con sus programas en la mano. La ventanilla de vidrio de la boletería —con la abertura semicircular en la parte inferior por donde el boletero recibía el dinero y entregaba las entradas. La cara del boletero que miraba fijamente a Tomás y movía los labios sin que él pudiera entender lo que le decía.
Desde atrás, la voz de Matías le dijo:
—Dale, Tomás, sacá las entradas.
A su lado, la voz de Julián agregaba:
—Sí, tres menores. Pedí fila ocho. Bien adelante.
Tomás sacó del bolsillo tres billetes nuevos y se los entregó al boletero.
Douglas Wright
Había hecho planes para ir al cine con dos amigos. Pensaban encontrarse en uno de esos bares que hay en las estaciones de servicio —que permanecen abiertos día y noche— para tomar una gaseosa hasta la hora en que comenzara la película. Estaba en la parada de la esquina de su casa, cuando el ómnibus llegó.
Subió contando las monedas para el boleto (nunca encontraba el cambio justo y tenía que buscar en todos los bolsillos la que le faltaba —que siempre estaba en el último, no importaba por cuál empezase a buscar).
Las depositó en la máquina automática que con un ruido de gárgara metálica le entregó la lengua blanca de un boleto —que Tomás fue mirando rumbo al asiento del fondo. Ahí —justo en el medio— era donde le gustaba sentarse.
Recién en ese momento —ya ubicado en su sitio preferido— levantó la cabeza y miró hacia el pasillo que se extendía frente a él hasta la parte delantera del micro. Parecía larguísimo desde ese lugar.
Todas las luces interiores estaban encendidas y le daban al vehículo un aire de feria o de kermesse (como aquellas que se organizaban para juntar fondos para la escuela). No había pasajeros en los asientos, y tampoco había pasajeros de pie. El ómnibus estaba vacío: completamente vacío. Además, nadie lo conducía. El asiento del conductor —como todos los demás— también estaba vacío. ¡Muy vacío!
Tomás se levantó y vio su imagen reflejada en las ventanillas laterales. El reflejo mostraba a un joven alto y atlético, de cutis moreno y ojos rasgados, con el pelo negro, lacio y brillante (como partido por la espada de un samurai, pensaba Tomás). Vestía un uniforme azul oscuro y unas botas altas de cuero negro.
A medida que Tomás avanzaba por el pasillo, el ómnibus aceleraba la marcha. Los autos que circulaban por la avenida le abrían paso, espantados.
El vehículo se sacudía de un lado para el otro, haciendo que Tomás golpeara contra los asientos vacíos. Debió aferrarse fuertemente del pasamanos para poder avanzar.
Por las ventanillas, las luces de la avenida —y de los autos que iban quedando atrás— eran borrones de color sobre un fondo negro.
Ya estaban llegando al centro de la ciudad. Los edificios eran más altos —los borrones de luz se perdían por arriba de las ventanillas— y había muchísimos vehículos circulando por la avenida —lo que hacía que el ómnibus avanzara en un continuo zig-zag. Los topetazos laterales contra los autos eran cada vez más frecuentes y violentos —lo mismo que los ruidos de las frenadas y los bocinazos.
Una masa luminosa —que abarcaba todo el ancho del parabrisas— se le venía encima a gran velocidad. Tomás —que había logrado llegar hasta la parte delantera del micro— se sentó al volante. Su bota de cuero negro se hundió en el pedal del freno, pero nada, no respondía. Una luz potente (que parecía provenir de una nave extraterrestre) encandiló a Tomás, encegueciéndolo. Giró el volante hacia un lado, violentamente, pero tampoco hubo respuesta. Ahora podía ver nítidamente el frente de un edificio (esa era la gran masa luminosa, esa era la nave extraterrestre), y estaba a punto de chocar contra él. Era un cine.
La marquesina iluminada —con el nombre del cine y el título de la película que proyectaban. Las caras de las personas en la cola de entrada —con sus programas en la mano. La ventanilla de vidrio de la boletería —con la abertura semicircular en la parte inferior por donde el boletero recibía el dinero y entregaba las entradas. La cara del boletero que miraba fijamente a Tomás y movía los labios sin que él pudiera entender lo que le decía.
Desde atrás, la voz de Matías le dijo:
—Dale, Tomás, sacá las entradas.
A su lado, la voz de Julián agregaba:
—Sí, tres menores. Pedí fila ocho. Bien adelante.
Tomás sacó del bolsillo tres billetes nuevos y se los entregó al boletero.
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