10 de abril de 2012
El chico que veía demasiadas películas - II
Martes
Tomás volvía del entrenamiento de su equipo de fútbol —el equipo de su escuela.
Ya había oscurecido. Las luces de la calle estaban encendidas y la sombra de los árboles dibujaba formas raras en la vereda. Tomás se disponía a cruzar la calle para recorrer la última media cuadra hasta su casa cuando...
Un enorme caballo negro le pasó al galope por delante, rozándolo. Llegó hasta la esquina —donde su silueta a contraluz proyectó una sombra larguísima— y giró para volver a la carga sobre él.
Lo montaba un guerrero gigantesco que vestía un traje de cuero negro lleno de tachas de metal (“un heavy-metal de la antigüedad”, pensó Tomás) y una gran capa — también negra— que caía sobre las grupas de su caballo. El guerrero no tenía cabeza.
Sí tenía una espada larga, que aferraba con una poderosa mano enguantada —también en cuero negro tachonado— que comenzó a llevar hacia arriba y hacia atrás en el preciso momento en que espoleaba su caballo y lo hacía arrancar, de un salto, hacia adelante.
Ya estaba encima de él cuando Tomás alcanzó a echarse hacia atrás.
La espada silbó sobre su cabeza — dejando una huella invisible y fría— y cortó limpiamente una de las ramas del árbol que estaba a su lado. Ésta cayó sobre él, rasguñándole la cara.
Tomás pasó el dorso de su mano por la mejilla ensangrentada y notó dos cosas: su mano también estaba enguantada —en cuero marrón— y, debajo de su mejilla y alrederdor de su boca —abierta todavía en un gesto de sorpresa— había una barba y un bigote.
Se puso de pie rápidamente. Ahora medía un metro noventa de altura (un poco más que su tío Pedro, que era el más alto de la familia) y se sentía fuerte y poderoso. La calle era de tierra, las casas de su barrio eran de madera y tejas de laja —antiguas—, y de su cintura colgaba una espada. Y era su brazo extendido el que se alzaba por el aire empuñando su espada, mientras el jinete sin cabeza galopaba hacia él, por el medio de la calle, levantando una nube de polvo gris.
Las espadas chocaban con un metálico “CLANG” (como el de una campana) cuando una luz blanco-amarillenta lo encegueció.
Una voz, que sonaba por detrás de la luz cegadora, dijo con un tono de fastidio —casi de enojo:
—¡Basta, Tomás! ¡Sacá el dedo del timbre! ¿Qué pasó? ¿Otra vez te olvidaste la llave?
La madre de Tomás estaba parada en la entrada, con una mano sobre la cintura y la otra sosteniendo la puerta abierta. La luz del vestíbulo iluminaba la cara de asombro de Tomás.
Douglas Wright
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