3 de agosto de 2011
La plaza descompuesta
Martín fue el primero —y tal vez el único— en percibir que en la plaza pasaba algo raro.
Aquél martes por la tarde, después de terminar la tarea de la escuela, Martín fue hasta las hamacas del sector de juegos y se detuvo frente a su favorita. Asentó la cola sobre la tablita de madera roja, descascarada y, apoyándose en puntas de pie, la empujó para dar el envión que la echaría a andar, suavemente, hacia adelante. Pero no fue ésto lo que pasó.
En el momento en que Martín se sentó en la hamaca, ésta salió disparada y comenzó a subir como esas enormes ruedas que hay en los parques de diversiones. Dio un giro completo alrededor del caño que sostenía las cadenas, y se detuvo de golpe en el sitio de arranque quedando tal como estaba cuando Martín llegó a la plaza: completamente quieta.
Martín sintió el estómago en la garganta y cosquillas en la cabeza. No comprendía lo que había ocurrido.
Dos chicos que jugaban en el arenero lo miraron sorprendidos, y una niña pequeña, que sostenía un balde de plástico, lo señalaba con la palita. Martín estaba confundido.
Decidió intentarlo de nuevo. Pero esta vez prestó atención a cada uno de sus movimientos: la cola sobre la tablita descascarada, las manos firmes sobre las cadenas lustrosas, los tres pasos hacia atrás hasta quedar en puntas de pie haciendo fuerza con la espalda y, finalmente, tres movimientos que realizó al mismo tiempo, dió el último empujón hacia atrás, levantó los pies de suelo con un saltito de gorrión —como los que andaban por la plaza— y cayó sentado sobre la tablita que ya comenzaba moverse hacia adelante.
Enseguida se encontró —con las piernas extendidas y las rodillas rígidas— apuntando hacia el claro que se abría entre los árboles que rodeaban el sector de juegos. Después vino el cielo abierto, los edificios y los árboles que estaban detrás de la hamaca, pero al revés, todo el sector de juegos en un ángulo raro —como una bandeja que se vuelca hacia adelante con tazas, platos y cubiertos— y, finalmente, la llegada —como un avioncito de madera balsa que planea sobre el pasto.
Sí que era verdad. ¡Había dado la vuelta entera!
Cuántas veces él, Javier y Tomás se habían parado sobre aquella hamaca con las rodillas flexionadas para lograr más potencia en la salida y en cada una de las arremetidas por seguir subiendo. Hasta Mariana lo habían intentado. Pero nunca lograban ir más allá del punto en que las cadenas quedaban en posición horizontal. Ése parecía ser el límite último al que se podía llegar. Nadie podía ir más lejos: ni los chicos de la secundaria.
Y ahora él lo había logrado. Bueno, no había sido él, en realidad, sino la hamaca. De todos modos —y tal vez por ese motivo—, la experiencia había sido alucinante. Un escalofrío lo recorrió de pies a cabeza, como cuando Mariana le dijo que sí, que quería ser su novia.
La hamaca fue sólo el comienzo. En la siguiente media hora aprendió —si se le podía llamar así ya que cualquier cosa que él se proponía la hamaca la realizaba como si pudiera leerle la mente— a dar muchas vueltas seguidas —llegó a diecisiete sin parar—; a detener la hamaca en cualquier parte del recorrido —en el punto más alto, por ejemplo, en el que el mundo quedaba al revés—; a lograr que la hamaca anduviera hacia atrás —una experiencia extraña en la que todo parecía alejarse continuamente, como si el tiempo marchara al revés.
Probó todos los juegos. Se balanceó solo en el subibaja y hasta permaneció un rato arriba, como cuando jugaba con Miguel, que era bastante gordito. Se deslizó por el tobogán, pero de abajo hacia arriba. Dió vueltas en la calesita manual, a toda velocidad, como cuando la empujaban los chicos más grandes de la plaza, hasta terminar totalmente mareado, acostado de espaldas en el pasto, sintiendo que eran la plaza y el mundo los que giraban a su alrededor.
Las acrobacias que realizó en el tambor de lata —ese que parece un potro de montar— fueron dignas de un espectáculo de rodeo. Y en el pasamanos —en el que nunca había podido andar más de tres o cuatro peldaños porque las manos no le aguantaban más— hizo lo que le vino en gana: lo recorrió de ida y vuelta en una sola mano, y hasta saltó de peldaño en peldaño sosteniéndose con dedo meñique.
Y en eso estaba cuando el cuidador lo vió. Primero lo observó detenidamente, con los brazos en jarra, y luego comenzó a caminar frotándose el mentón. Martín pensó que vendría hacia él, pero no fue así. El cuidador se dirigió a su refugio, que estaba ubicado bajo tierra y cerrado por una puerta de chapa de la que colgaba un grueso candado. En la puerta había un cartel con la inscripcción: «PRIVADO». El cuidador quitó el candado, abrió la puerta, y se perdió en la oscuridad. Y allí permaneció un rato largo.
Martín esperó, inmóvil, sobre la tablita roja. Cuando el cuidador emergió de su refugio se encaminó hacia al teléfono público de la esquina. Mientras hablaba agitaba su mano libre imitando las acrobacias que Martín había realizado en el pasamanos. Entonces, Martín se fue a su casa.
Al día siguiente, una cinta de plástico blanco, con rayas rojas que la cruzaban en diagonal, impedía la entrada a la plaza. Un cartel indicaba: “PLAZA DESCOMPUESTA”.
Diez o doce personas, con uniformes azules y una inscripción amarilla en la espalda que él no alcanzaba a leer, entraban y salían del refugio del cuidador. Recorrían los juegos revisando los apoyos de las columnas de caño, probaban las bisagras, y controlaban las cadenas. Algunos tenían cascos con enormes viseras de acrílico, otros sostenían en la mano un soldador con un cable largo que se perdía en el interior de un vehículo que parecía una ambulancia azul. En el vehículo había una inscripción amarilla que esta vez sí podía leer: “ESCUADRÓN ESPECIAL DE MANTENIMIENTO DE PLAZAS”.
Un hombre bajito, con una gran gorra de general y anteojos negros, dirigía las operaciones desde una tarima de madera. Una mujer sentada al volante del vehículo azul fumaba con cara de aburrida. Trabajaron hasta que llegó la noche.
Al mediodía, cuando llegó de la escuela, Martín dejó los útiles y corrió hasta la plaza. Tenía un mal presentimiento. Lo confirmó cuando apoyó la cola sobre la tablita de su hamaca preferida, que ahora estaba pintada de un color azul brillante —como el camión del Escuadrón de Mantenimiento—, y en la que una inscripción amarilla indicaba: “PLAZA REPARADA”. Esta vez, a un empujón de Martín, la hamaca echó a andar, suavemente, hacia adelante.
Douglas Wright
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