Las palabras “COLT 45” se leían en bajorrelieve sobre la superficie metálica negro azulada. Las puntas de tres dedos se cerraban sobre las cachas de marfil del revólver. Un vaquero alto, con un sombrero de ala interminable, lo apuntaba.
En el otro extremo de la barra había tres rufianes. Uno era grande y gordo, como el Pete Pata de Palo de las historias del ratón Mickey, y tenía un sombrero que le quedaba chico. Otro era alto y desgarbado, con un solo diente que le asomaba entre los labios blandos. Su nariz era enorme y el tipo parecía tener mal aliento. El tercer rufián estaba todo vestido de blanco y era rubio y bajito, aunque perfectamente proporcionado. Sus rasgos eran delicados y tenía manos de violinista. Calzaba botitas con tachas y flecos.
El cantinero los miraba inmóvil. En una mano sostenía un vaso; en la otra, un trapo sucio con el que lo secaba para colocarlo sobre la pila de vasos limpios que relucía en la esquina del mostrador, junto a la caja registradora de hierro negro, muy alta y muy vieja, llena de finos adornos de bronce lustroso en forma de hojas retorcidas.
El cajón de la registradora estaba abierto y de uno de los ocho cubículos en que estaba dividido el fondo mediante unas tablitas de madera delgada sobresalía la punta de un billete verde oscuro, algo ajado, y con una esquina rota. En la parte central del borde superior había dos palabras patas para arriba. Las gruesas letras blancas tenían un sombreado que le daba a la inscripción una sensación de relieve. De la inscripción parecía colgar, como una uva madura, un óvalo que albergaba en su interior la figura de un hombre cabeza abajo. Dos matas de pelo blanco se abrían en punta hacia los costados y, aun en esa extraña posición, se notaba en su mirada la clara serenidad de un padre de la patria. Un montón de hojas retorcidas —casi tantas como las que adornaban la caja registradora—, enmarcaban, en las cuatro esquinas del billete, un número“1” invertido.
Este billete era el único que quedaba en el cajón de la registradora y estaba enganchado en la cabeza de medio clavo oxidado que sobresalía del fondo en un ángulo inclinado, como si el carpintero que había fabricado aquel cajón lo hubiera dejado a medio clavar —“¿qué importa?, si total, allá abajo no se nota”, habrá pensado. Ahora, aquel clavo sostenía el único billete que el rufián gordo —con aspecto de Pete Pata de Palo— no había tomado. Entre sus manos rechonchas sostenía una bolsa de gruesa tela de arpillera de la que sobresalían algunos billetes como el del cajón de la caja registradora.
Era un atraco. Un asalto. Un robo a mano armada. No las manos del gordo, que estaban ocupadas con la bolsa de arpillera, pero sí las de los otros dos. El flaco desgarbado sostenía un revólver largo que, como él, también parecía tener un solo diente —una mira alta y delgada—, y mal aliento. La punta del caño estaba algo caída y apuntaba hacia abajo. El petiso impecable sostenía un revólver tan lindo y brillante que parecía de juguete. No lo era. De la punta del caño salía un hilo de humo azulado. En el hombro del vaquero del sombrero interminable comenzaba a crecer una mancha roja, como cuando se derrama tinta sobre un papel secante. Era de un rojo tan oscuro como sólo puede encontrarse en los tinteros de la Oficina de Correos.
La escena transcurría en una de esas cantinas del Lejano Oeste llamadas “SALOON”. Detrás de la barra, y del cantinero congelado en el gesto de secar el vaso, tres grandes espejos cubrían el fondo. Se extendían entre columnas cuadradas de una madera oscura y rojiza, llena de molduras con hojas retorcidas como las que adornaban la caja registradora y el billete atascado en ella. Cientos de botellas y frascos de color violeta oscuro, verde azulado, negro y dorado, y de vasos y vasitos, y copas y copitas colocadas boca abajo, brillaban duplicados sobre los estrechos anaqueles de cristal.
Una docena de mesas circulares, algunas de madera oscura y otras con un paño verde, estaban desparramadas sobre la superficie de gruesos tablones entarugados del piso del “SALOON”. Los parroquianos —que tenían poco aspecto de asistir a la parroquia— estaban sentados en grupos de cuatro frente a las mesas de paño verde, y solos, con un vaso en la mano y una botella medio vacía —o medio llena, según se mire—, frente a las mesas oscuras. Todos eran hombres —gastados como las mesas—, con excepción de dos personajes: una mujer muy flaca, y una mujer muy gorda.
La flaca estaba sentada frente a un piano destartalado que parecía la víctima de una mudanza descuidada. Agitaba los brazos y, mientras sus dedos aporreaban las teclas —amarillentas como los dientes con sarro de un caballo viejo—, un par de pies largos como canoas —enfundados en zoquetes con encajes deshilachados, y calzados en botines negros de tacones altos y gruesos abrochados con una infinidad de botoncitos blancos en forma de flor—, pisoteaban los pedales como si fueran los de una máquina de coser. La mueca torcida y grotesca de la boca abierta parecía indicar que estaba cantando a viva voz (o tal vez sólo bostezaba por tener que tocar cada noche las mismas canciones ante un público desatento que parecía ignorarla por completo).
La gorda, en cambio, era un espectáculo: parecía un elefante de circo. Más aun, parecía la carpa de un circo, aunque muchísimo más adornada. Lucía un vestido rosa pálido brillante —casi fosforescente— cruzado por un montón de rayas negras como los hierros de un tonel que intentaban a toda costa contenerla dentro del vestido-baúl sin conseguirlo del todo. Dos volúmenes impresionantes, cruzados por un collar de cuentas moradas grandes como pelotas, asomaban por el escote y empujaban las tres papadas hacia arriba; los pliegues de la carne formaban una figura incomprensible —como la marca de hierro de un rancho ganadero.
Estaba sentada en el regazo de un viejo flaco que reía —o lloraba— con tres dientes. Mientras el brazo derecho del viejo rodeaba a la gorda —o hacía un tímido intento por lograrlo—, su brazo izquierdo marcaba salvajemente el compás de la música —¿una polca?— sobre la rodilla huesuda que se dibujaba filosamente debajo de un pantalón azul, de tela gruesa y dura como la de las carpas del ejército de La Unión. El extremo deshilachado de la puntilla grisácea que bordeaba el vestido de la gorda estaba atorado en una de las patas de la silla en la que estaba sentado el viejo. Si la gorda (que tenía todo el aspecto de llamarse Daisy) llegaba a levantarse de golpe, la puntilla se arrancaría de un tirón, con el sonido de un pescado destripado por un cuchillo sin filo.
Los brazos de Daisy (la gorda decididamente se llamaba así) abrazaban —y abrasaban— al pobre viejo, que reía llorando, o todo lo contrario. Tal vez no cantaba —marcando alocadamente el ritmo con la mano—, sino que pedía desesperadamente que le sacaran a la gorda de encima. Entre el hombro desnudo y el codo de la gorda colgaba un faldón de carne blancuzca y arrugada, como una cortina vieja. Eso sí: la gorda parecía oler bien.
Al fondo a la derecha dos pequeñas puertas de vaivén, como persianas entablilladas colocadas a media altura, dejaban ver, por encima, una parte del cartel del herrero —un negro apellidado Smith— y por debajo, un bebedero alargado frente al cual había tres caballos atados. Uno, gordo y desprolijo, como el caballo del Pete Pata de Palo de las historias de Mickey; otro, flaco y desgarbado, con la montura desflecada y un par de moscas rondándole las ancas; el tercero, un caballito blanco que parecía de juguete, con una crin larga, perfectamente peinada de peluquería, en la que se podían ver las rayas verticales que había dejado el peine de metal. La montura era negra y lustrosa, y los arneses estaban llenos de tachas romboidales de plata brillante.
Debía hacer un esfuerzo con la vista para enfocar la escena ya que todo —el vaquero, los rufianes, el cantinero en la barra, las mesas con los parroquianos, la mujer gorda y la mujer flaca, y también los caballos en el bebedero— vibraba con un titilar de puntos luminosos.
Más allá de las patas traseras del caballito blanco una línea vertical interrumpía toda la escena. A continuación se podía ver el marco del televisor que estaba apoyado sobre un mueble con puertas de acrílico en cuyo interior se encontraba la videocasetera.
La imagen detenida brillaba en la penumbra de la sala. Sentado en el sillón, con el pulgar sobre el botón de “pausa” del control remoto, yo esperaba el regreso de mi hermano, que había ido a la cocina a buscar un par de gaseosas, para poner, otra vez, todo en movimiento.
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