25 de febrero de 2009
El caso del chico que veía todo aumentado
Antes, Juan veía todo aumentado. Si tenía por delante una lata de gaseosa, él la veía como la gaseosa de un enorme cartel publicitario, de esos que están en la parte más alta de los edificios de departamentos. Por suerte, la gaseosa aumentada era de la misma marca que la que Juan tenía frente a si. De otro modo, su problema hubiera sido muchísimo más grave.
Cuando miraba su pelota, él veía un inmenso planeta multicolor —la pelota de Juan era de las que se llevan a la playa, roja, verde y amarilla que, cuando giraba parecía que lo iba a hipnotizar.
Lo mismo ocurría con sus juguetes preferidos: el avioncito de plástico parecía salido de una película de aventuras —vista en la pantalla del cine, por supuesto—; el remolcador de lata era tan grande como los del puerto; y el tren eléctrico, igual de largo que la cuadra de su casa.
¡Y la lupa! Para Juan la lupa era un gigantesco telescopio interestelar.
Su pañuelo era una sábana, y la sábana de su cama: una estepa nevada con trineos y todo. Cuando desplegaba la toalla del baño se encontraba frente a la carpa de un circo, con elefantes y payasos, tigres y domadores, trapecistas y saltimbanquis...
Las plantas de las macetas que había en el patio eran la selva de Tarzán. (Tarzán no estaba, pero Juan había visto movimientos sospechosos entre las sombras del follaje.)
Cada zapatilla —con suela inflable y luces traseras como las que tienen las bicicletas— era una nave interestelar llena de antenas y ventanitas, de ésas que en las películas se ven siempre enfocadas desde abajo pasando en cámara lenta. Parecía salida de una película con las palabras «Guerra» y «Galaxia» en el título.
Su lapicera preferida, la de punta transparente y cuatro tanques de tintas de colores, era un cohete a Saturno. Seguramente los llamativos colores de su lapicera-cohete servirían para retocar cualquier imperfección en los anillos de ese planeta.
Una vez encontró una Vaquita de San Antonio sobre la verja del jardín y pensó que tenía por delante un elefante rojo a lunares. ¡Fue impresionante!
Para Juan, la pantalla del televisor era igual a la del cine más grande del barrio.
El día que sus padres lo llevaron al zoológico y se encontró frente a la jirafa, casi se desmaya. Fue entonces que ellos empezaron a sospechar que Juan veía las cosas de un modo diferente.
Su hermanita Rosa, dos años más chica que él, un día, jugando, encontró la solución: lo hizo mirar por el otro extremo de un largavista. Poco después, su padre le adaptó un par de anteojos viejos que Juan usaba con las patillas hacia adelante.
Finalmente, un viejo sabio —y un poco loco—, que tenía su laboratorio en la cima de una colina, le fabricó unos anteojos especiales. No fue fácil. Había que calcular exactamente el grado de “desaumentación” —así la llamaba él. La midieron usando la pelota multicolor, que Juan debía mirar fijamente mientras se iba probando los diferentes cristales.
Con los primeros cristales su visión de la pelota pasó de planeta a satélite, también multicolor.
Luego, de satélite a cúpula gigante de estadio internacional de patinaje sobre hielo. Cuando Juan vio la pelota como una bolita de vidrio, de ésas que tienen adornos de color rojo, verde y amarillo en su interior, el profesor Guffer (que así se llamaba el sabio loco —y un poco viejo) supo que se habían pasado.
Entonces fue aumentando poco a poco la graduación de los cristales, y la percepción de Juan pasó de bolita de vidrio a bola de billar; de bola de billar a bocha de helado de frutilla, menta y crema; hasta que, por fin, Juan vio su pelota multicolor exactamente como una pelota multicolor.
Ahora, con los anteojos especiales “desaumentadores”, Juan puede ir al zoológico y mirar a la jirafa o al elefante sin casi desmayarse. Y cuando en la escuela escribe una composición con el tema “La vaca”, no describe una “inmensa montaña marrón y blanca que emite un sonido grave que parece surgir de las profundidades de la tierra”.
Tampoco se prepara para lanzar golpes de karate —o cualquier otro arte marcial— si alguien le dice que hay mosquitos; o abre los brazos de par en par, mirando al cielo, cada vez que un chico le grita «ahí va la pelota».
¡Hasta la verruga —con un pelo en medio— en la punta de la nariz de la tía Jacinta, no le causa tanta impresión cada vez que ella le da un beso!
Y también puede tomar un baño de inmersión sin tener que colocarse un salvavidas, o ir al cine del barrio a ver una película. Esto se parece bastante a mirar la tele sin los anteojos especiales. Las diferencias son que el sonido es más fuerte, la sala está llena de personas desconocidas, y el baño queda mucho más lejos. Además, en el cine sólo dan películas; no se pueden ver series, dibujitos animados, o partidos de fútbol.
Sin embargo, alguna aburrida tarde de domingo, en especial si llueve y no puede salir a jugar a la vereda, Juan se lleva sus juguetes preferidos a la cama. El avioncito de plástico, de los que pueden «aterrizar» en el agua, con cuatro alas y un par de patines como botes alargados. El remolcador de lata, panzón, con una cabina pequeña y viejas gomas de auto colgadas alrededor de la borda. Y el tren eléctrico del Lejano Oeste, con la chimenea en forma de embudo, un farol dorado y una gran parrilla al frente. Entonces, Juan se recuesta en la cama, apoya la cabeza en la almohada, y se quita los anteojos especiales.
!!!!! * * * * *
ResponderEliminarMuitos parabéns !
E muito obrigada pela partilha.
Grande X-
ana
Gracias por tu comentario, Ana...
ResponderEliminarUn cariño desde Buenos Aires.
Douglas.
el cuento me ha gustado mucho,Douglas.Cuando sea,escribe mas cuentos.
ResponderEliminarDavid
Ainzón,(Zaragoza).
Muchas gracias, David...
ResponderEliminarMe gustaría mucho poder hacerlo.
Un saludo desde Buenos Aires.
Douglas.
Un placer leerte!! Saludos!
ResponderEliminar¡Muchas gracias, Natoishka!...
ResponderEliminarUn saludo para vos.
Douglas.