30 de abril de 2011
Apurados, apurados
Apurados, apurados,
todos andan apurados;
yo me pregunto ¿hacia dónde?,
me pregunto ¿a qué lugar?
Apurados, apurados,
todos andan apurados;
dicen “¡permiso, permiso!”,
dicen “¿me deja pasar?”
Apurados, apurados,
todos andan apurados;
¿por qué van tan apurados?,
¿adónde quieren llegar?
27 de abril de 2011
Qué lindo es el ruido...
22 de abril de 2011
21 de abril de 2011
El espejo pregunta...
20 de abril de 2011
Las nubes me dicen “hola”...
Yo me voy volando...
19 de abril de 2011
18 de abril de 2011
16 de abril de 2011
Bocaditos tristes
Mi mamá no fue feliz,
yo nunca la vi reír...
Mi mamá no fue feliz,
yo nunca la vi llorar.
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Ay, qué triste; ay, qué triste
que es vivir sin alegría...
Ay, que triste; ay, qué triste:
¡es la vida sin la vida!
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¡Ah, qué feo que es vivir
corrido por el temor!...
No hay una vida más fea:
no hay una vida peor.
15 de abril de 2011
Una broma
Una mano que conocía bien me tomó de las plumas de atrás y me pegó un tirón suave y firme.
—Auch —susurré.
Sentí que ascendía por un tubo oscuro en medio del ruido que producía el entrechocar de varillas de madera. Y, de repente, la luz cegadora y el aire fresco.
—Ahhh —suspiré. Hacía mucho que no salía al exterior.
Enseguida me encontré tendida horizontalmente, sostenida sólo por dos puntos de apoyo. Una cuerda áspera me presionaba desde atrás (o yo la presionaba a ella, no lo sé). La tensión aumentaba a medida que la mano —esa que conocía bien— me iba jalando lenta y firmemente.
Mi costado se frotaba contra una gruesa vara de madera, lustrosa, bien pulida por el uso constante. La sensación era la de un agradable cosquilleo.
Sabía lo que iba a venir inevitablemente. Una excitación, como cuando se sube por la escalerilla de un avión (aunque nunca había viajado en uno —y los aviones todavía no se habían inventado). Unas ganas de querer y no querer al mismo tiempo. Un vacío en la boca del estómago, una opresión en el pecho, una suave pero intensa presión en las sienes (como cuando uno está en la alta montaña), salvo que yo no tenía ni estómago ni pecho ni sienes, y jamás había estado en la alta montaña. (Lo más alto que había llegado era la cima de una colina o la copa de unos árboles: ahí sí que había estado muchas veces.)
Un ruido vibrante y seco (como el TWANG de la onomatopeya de una historieta) restalló detrás de mí (iba a decir a mis espaldas... pero tampoco las tengo).
Una fuerza poderosa me atrajo hacia adelante (como cuando se pega el tirón final que saca del agua al pez que mordió el anzuelo: yo era ese pez).
Avancé por el aire, velozmente, sin ataduras (ni roces con maderas lustrosas, ni cuerdas ásperas apretándome desde atrás). Liberada, aunque sin libertad. Con un destino fijo, único, inevitable: ineludible. Prisionera de mi trayectoria (si quisiera ponerme sutil).
Los alrededores: borrosos. Paisaje: sí, pero sin nitidez de contornos. Verdes de mil distintos tonos se fundían en un manchón alargado (como si un piloto de carreras de Fórmula Uno filmara desde su auto en movimiento a un público vestido con mil distintos tonos de verde). Pero no había piloto ni público vestido de verde. Tampoco carreras de Fórmula Uno. Sólo el bosque.
Los borrones verdes quedaron atrás.
Se abrió por delante un gran espacio celeste y luminoso que también conocía.
Llegaron los olores, con retraso. Tomillo, laurel, hierba tierna y húmeda (ideal para jugar al golf), flores silvestres y, sobre todo: maderas.
Madera milenaria. Madera virgen. Madera como para construir la balsa más grande y más linda del mundo. Madera sombríamente húmeda y mohosa: Sherwood.
Una brisa fresca con olor a aire puro me azotó de frente (casi digo la frente) rozándome los costados. Otra vez cosquillas leves, agradables.
¡Qué sensación hermosa ! Qué sentimiento de libertad (aunque sabía, por supuesto, que no era libre: nunca lo sería). (Tal vez por eso todo se volvía tan intenso, tan único: tan último.)
Hasta ahí el movimiento (mi trayectoria, por decirlo así) había sido ascendente. Pujantemente ascendente.
Entonces todo pareció detenerse. Quedé inmóvil, suspendida, aunque sabía por experiencia que esto no era así (que no podía ser así) y que continuaba moviéndome hacia adelante. Sólo el ángulo de mi avance se había modificado levemente. Lo suficiente como para saber que ya no seguía subiendo. (Siempre sentía lo mismo al llegar al punto más alto de mi trayectoria.) En ese momento comenzaba el descenso, como el de un cisne que planea sobre un lago quieto.
Recién entonces me llegó —desde abajo y desde atrás— la risa vibrante de ese pelirrojo inmenso y bonachón: Little John. El "Pequeño" Juan.
Los verdes, antes borrosos, comenzaron a tomar la forma definida de las copas de unos árboles, de unos troncos, y de una pradera de ensueño (como aquella por la que andaba Julie Andrews al comienzo de La Novicia Rebelde, pero sin música —¡lástima!). (Unas praderas que las lluvias frecuentes mantenían verdes y tiernas. Un lugar como para acostarse a descansar y a soñar —si una pudiera). ¡Unas praderas para jugar al golf!...
La sensación de caída me sacó de estas cavilaciones (al las que soy tan afecta) y de mi ensoñación (¿producto de una vida demasiado sedentaria, tal vez?).
El celeste del cielo, tan lindo y tan brillante, empezó a desplazarse hacia arriba, y una línea horizontal apareció ante mí. No una línea definida. No una línea nítida. Desde ya, no una línea recta. Sí un serruchado contorno de bosques y colinas.
Y en el medio, un manchón gris, cuadrado, de piedra, se me vino encima tan rápido que apenas me di cuenta que estaba frente a las murallas de un castillo.
Dos gruesas cadenas en diagonal, apenas percibidas al pasar, enmarcaban el marrón de los gruesos tablones del portón de entrada del castillo. De "el" castillo: el único que conocía.
Primero un golpe seco (que había sentido muchas veces —y al que ya me estaba acostumbrando— pero que no me gustaba nada)... Después otro golpe (el del olor a resina al penetrar la madera —espeso, dulzón, con un regusto mentolado)... Y luego una vibración (como la de la cola de un perro mojado cuando termina de sacudirse)... marcaron el final de todos mis movimientos: el fin —al fin— de mi trayectoria.
Entonces la quietud, horizontal, tensa.
Por encima de las maderas del portón, grabado en el dintel de piedra de la entrada, alcancé a percibir el relieve del escudo de armas del señor del castillo. Estaba en Nottingham.
Enrollado en mi cuerpo flaco —y atado firmemente con una cinta roja que remataba en un moño elegante—: un pergamino. En la parte superior de su cara interna, en sombras, escrita en una caligrafía de mayúsculas rebuscadas y llenas de rulos decorativos, se podía leer la palabra: "ADVERTENCIA".
En el otro extremo del rollo grueso y amarillento, también en sombras, las iniciales: "R. H."
Robin Hood acababa de jugarle una de sus amenazantes bromas al malhumorado (despiadado e injusto, según había oído decir) Sheriff de Nottingham.
Y yo era el vehículo, el instrumento, con el que esta bromeante amenaza se había llevado a cabo: una simple flecha.
Douglas Wright
11 de abril de 2011
¡Cómo juegan esas sombras!...
Este árbol parece solo...
La vida es como un camino...
8 de abril de 2011
Otro blog: Otros Douglas
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http://otrosdouglas.blogspot.com/
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Un blog con dibujos y textos
que no caben aquí.
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7 de abril de 2011
El cielo de otoño...
6 de abril de 2011
Otoño, otoño...
5 de abril de 2011
Los dos caminos
En el campo hay dos ciudades —la ciudad 1 y la ciudad 2— que están unidas por dos caminos: el camino A y el camino B.
El camino A, que une la ciudad 1 con la ciudad 2, va en perfecta línea recta. Está alisado de un modo prolijo y parejo, y no hay nada a los costados que distraiga la atención del que lo transita: ni árboles, ni colinas, ni vacas. Nada.
Es un camino aburrido y lo único que se puede hacer en él es transitarlo, en perfecta línea recta, sin distracciones ni pérdidas de tiempo.
El trayecto entre la ciudad 1 y la ciudad 2, por este camino, dura exactamente una hora.
El camino B, en cambio, no tiene una sola línea recta: todas son curvas que suben y bajan. En algunos tramos la curva es tan cerrada que el camino vuelve atrás sobre sí mismo, mostrándole al que lo transita —recordándole— de dónde viene. En otros, la curva es tan abierta que es capaz de rodear una colina.
A veces se hace angosto y admite el paso de un solo vehículo; otras, se ensancha como una gran avenida.
A los costados de este camino se pueden ver parvas de heno recién cortado, bosquecillos de árboles de todo tipo —con sus aromas verdes—, y, por supuesto: vacas pastando.
Un pequeño puente cruza un arroyo tan cristalino y transparente que se ven los peces nadando en el fondo. Una pareja tiende el mantel del pic-nic sobre el pasto tierno; y, atrás de todo, más allá del tractor anaranjado que cruza los campos sembrados: un tren con la chimenea humeante.
No se sabe cuánto dura el trayecto entre la ciudad 1 y la ciudad 2 por el camino B. A nadie se le ocurrió tomar el tiempo que lleva recorrerlo.
Douglas Wright
Hoy me voy a zambullir...
No hace falta ir a la playa...
4 de abril de 2011
Luciano y su mamá - IX
Los rollos y la memoria
El pajarito dio tres saltos, guiñó un ojo y comenzó a beber del pequeño charco que se había formado debajo de la manguera. Colgaba enrrollada de un clavo en el galpón de las herramientas que estaba en el fondo de la casa de Luciano. Desde la ventana de la cocina, él miraba pensativo.
—Mamá ¿por qué, aunque la manguera del jardín esté enrollada, el agua sale derecha? —preguntó.
—No lo sé, Luciano —la mamá caminó hasta la ventana y se puso a mirar en la misma dirección que su hijo.
—Debe ser porque el agua no tiene memoria y, cuando llega al final de la manguera, ya no se acuerda de las curvas —Luciano señalaba con el dedo y hacía movimientos circulares.
—Puede ser —respondió la mamá, pensativa.
—Igual que el espiral para los mosquitos que, aunque está enrollado, el humo sale derecho, menos cuando hay viento. Pero entonces debe ser el viento el que está enrollado, supongo —ahora Luciano miraba a su mamá.
Ella bajó la mirada de la ventana y respondió:
—Ahá.
—En cambio el alambre es distinto. Si está enrollado después es un lío enderezarlo. Se nota que el alambre sí tiene memoria.
—Hmmm...
—Pero la música que está en un disco, por ejemplo, está guardada en círculos, enrollada como la manguera o el espiral para los mosquitos, y después sale derecha ¿no?, igual que el agua o el humo.
—Así es, Luciano —dijo la mamá, mirando atentamente la mano de su hijo, que ahora dibujaba una línea recta.
—Yo pienso que en el caso del la música la cuestión es diferente. Creo que la música tiene una gran memoria y se acuerda de enderezarse antes de salir. Así la podemos escuchar bien.
—Sí.
—Los pelos colorados de Romina están enrollados en su cabeza. Hoy se cortó uno y no lo pudimos enderezar.
—¿Sí?
—Debe ser por eso que Romina tiene tan buena memoria.
—¡Ahhh...!
—Bueno má, me voy a investigar estas cuestiones de la memoria. ¿Me prestás la tijera?
—¿Por qué, mejor, no llevás lápiz y papel? —el rostro de la mamá, que había comenzado a mostrar preocupación, se tranquilizó cuando Luciano dijo:
—Bueno má.
Douglas Wright
Luciano y su mamá - VIII
Los nombres de los días
—Mamá, decime, ¿por qué llamamos "hoy" al día de hoy, si mañana lo vamos a llamar "ayer"? —Luciano miraba fijamente a su mamá que estaba sentada frente al escritorio del estudio. Con una expresión seria, ella leía atentamente un papel con mucho texto escrito en letra chica.
—Son nombres relativos, Luciano. No absolutos. No definitivos —respondió la mamá mientras firmaba el papel.
—Entonces podríamos llamarlo "ayer" al día de hoy. Así mañana conservaría el mismo nombre. ¿No te parece? —Luciano se había acercado más y la miraba con insistencia.
—Me parece complicado, Lú —respondió la mamá. Cerró la lapicera y la apoyó sobre el escritorio.
—¿No es más complicado que los días cambien siempre de nombre? También el día de “mañana”, mañana se va a llamar "hoy".
—Es muy cierto.
—¿No sería mejor que cada día tuviese un nombre, como Tomás, Martín o Mariana?
La mamá le prestaba a Luciano toda su atención. Dijo:
—Sería bueno. Podríamos llamarlos “Lunes”, “Martes” y “Miércoles”. ¿Qué te parece?
—Buenísimo. Sos un genio, mamá. Pero yo conozco a dos chicos que se llaman Tomás, y a tres que se llaman Martín.
—Entonces, Lucín, para que no haya dudas, les agregamos un número y un apellido. Por ejemplo: “Lunes, cuatro, de Enero”.
—Ahora sí que está todo resuelto, má —dijo Luciano, con entusiasmo.
—Me alegro, hijo.
Luciano dio media vuelta y comenzó a caminar hacia la puerta. A mitad de camino se detuvo y dijo:
—Me voy a jugar con... ¿cómo se llama el día de hoy?
—“Miércoles”, Lú. “Miércoles, siete, de Mayo”.
—Voy a jugar todo el día con “Miércoles, siete, de Mayo”, entonces. Chau, má —Luciano abrió la puerta del estudio y salió. La mamá continuó estudiando el papel escrito con letra chica. Ahora sonreía.
Douglas Wright
Luciano y su mamá - VII
Caperucita y el lobo
Una mujer rubia sonreía desde la tapa de una revista. Estaba arriba de una pila desordenada, sobre la mesa ratona de la sala de espera del consultorio médico. La mamá de Luciano la tomó y comenzó a hojearla distraídamente. Las otras revistas mostraban a señores de traje oscuro, lanchas con motor fuera de borda, y aparatos raros. Una tenía en la tapa el dibujo de un corazón rojo del que salían venas y arterias que parecían las ramas y las raíces cortadas de un árbol viejo. “Aquí no hay revistas para chicos”, pensó Luciano, “y eso que es el consultorio del pediatra”. Luciano esperaba su turno para una revisación de rutina.
—Hoy, en el Jardín, la seño nos leyó el cuento de Caperucita Roja y el lobo feroz —dijo.
—¿Ah, sí? ¿Y qué te pareció? —preguntó la mamá, levantando la mirada de la revista.
—¡Pobre lobo! —respondió Luciano, con cara de preocupación.
—¿Por qué? —la mamá había dejado la revista sobre el brazo del sillón y miraba a Luciano de lleno.
—Me dio lástima por él. La pasa mal.
—Sí, es verdad.
—Y también la abuela, pobre. Estaba tranquila en su casa, sin molestar a nadie, y se la comen. Terrible.
—Es verdad. Caperucita es un cuento antiguo, Luciano. De cuando la gente vivía en el campo, y en los bosques había animales peligrosos. No sólo lobos.
—Ah ¿sí?
—Sí. Supongo que le contaban esa historia a los chicos para asustarlos un poco, y así tuvieran cuidado cuando andaban solos por el campo. Y para que no se metieran en el bosque por ejemplo...
Luciano escuchaba con atención las explicaciones de su mamá.
—Claro —respondió.
—Y para que no se metieran en problemas —agregó la mamá.
—Entonces tendrían que contarle el cuento de Caperucita a las abuelas —dijo Luciano—, para que tengan cuidado cuando se quedan en su casa.
—Tenés razón, Luciano.
—Y sobre todo, habría que contárselo a los lobos, para que no se metan con las personas.
—Es verdad, Lú.
—Las personas son más peligrosas que los lobos, creo —reflexionó Luciano.
—Es posible, Luciano. Es posible.
La enfermera los llamaba desde la puerta abierta del consultorio. Luciano y su mamá se pusieron de pie.
—Bueno, mami, cuando llegue a casa voy a hacer un dibujo.
—Me parece buena idea. ¿Qué vas a dibujar? ¿El consultorio?
—No, má. Voy a dibujar a la mamá loba contándole el cuento de Caperucita a sus hijos, para que tengan cuidado.
—Buena idea, Lucín.
La enfermera sonreía mientras cerraba la puerta detrás de Luciano y su mamá.
Douglas Wright
Luciano y su mamá - VI
El sabor de la música
Luciano y su mamá recorrían los pasillos del supermercado haciendo las compras de alimentos para la semana. Ella leía cuidadosamente la etiqueta de un frasco de salsa de tomate cuando él le preguntó:
—Má, ¿la música tiene gusto?
—¿Cómo si tiene gusto, Luciano? —dijo la mamá, dejando el frasco otra vez en el estante.
—Sí, digo si tiene sabor.
—No lo creo. La música se escucha con los oídos. Y el sentido del oído es distinto del sentido del gusto —mientras decía esto, la mamá empujaba el carrito metálico rumbo al sector de las frutas y las verduras.
—Ah, porque yo, cuando toco la flauta, le siento un gusto dulzón —Luciano asomaba la punta de la lengua entre los labios.
—Entonces, Lú, es la flauta la que tiene sabor, no la música.
—Yo pensaba que la flauta era música que andaba volando por el aire, que el fabricante de instrumentos la atrapaba y la moldeaba hasta darle esa forma alargada, y que cuando uno soplaba por los agujeritos la dejaba nuevamente en libertad.
—Hmm... puede ser —respondió la mamá—. Es una linda idea —agregó mientras ponía algunos tomates en una bolsa. Tenían el mismo brillo y color que el carro de bomberos de Luciano.
—Entonces, la flauta "es" música, mamá —dijo Luciano con determinación.
—Y, sí. De algún modo sí.
—¡Entonces la música sí tiene sabor! La de mi flauta tiene un gusto dulzón.
—Sin duda, Luciano —concluyó la mamá mientras marchaban rumbo a la caja.
—Bueno, má, cuando llegue a casa voy a tocar el tambor de lata para ver qué gusto tiene.
Douglas Wright
Luciano y su mamá - V
La cuestión de la edad
El periódico doblado dibujó un arco perfecto sobre la cerca del jardín del frente de la casa de Luciano para caer en la galería y topar contra la puerta de entrada con un seco “flop”. “Un tiro perfecto”, pensó Luciano mientras el repartidor de periódicos le guiñaba un ojo desde la bicicleta en movimiento. Luciano iba de la mano de su mamá rumbo a la escuela. El sol de la mañana le sacaba reflejos brillantes a su mochila verde.
—Má, ¿vos alguna vez fuiste chica? —le preguntó Luciano.
—Sí, Luciano, yo también fui chica, como vos. —Luciano sentía la presión suave y firme de la mano de su mamá a través del guante de lana.
—¡Pero yo no soy chica, mamá! Yo soy un chico.
—Me refiero a que tenía pocos años, como vos.
—Ah. ¿Y a que edad naciste?
—A ninguna edad, Luciano. Primero nací y fui un bebé. Después fui creciendo, y cumpliendo años, como todos —explicó la mamá. Con la mano libre respondía el saludo de una vecina que había salido a recoger su periódico.
—¿También fuiste un bebé? —preguntó Luciano.
—Sí, Luciano. Increíble, ¿no?
—Totalmente. ¿Y quién era tu mamá? —habían llegado a la esquina y esperaban el cambio del semáforo para cruzar.
—La abuela era mi mamá. Y todavía lo es.
—¿La abuela?
—Sí, la abuela era más joven en esa época, más o menos como yo ahora, y era mi mamá.
—¿La abuela era más joven? —la cara de Luciano reflejaba un gran asombro.
—Parece mentira, ¿no?
—Sí. Como una película de Ciencia Ficción.
El semáforo dio la luz verde, los autos se detuvieron ante la senda peatonal, y Luciano y su mamá comenzaron a cruzar:
—Sí, Lú... de Ciencia Ficción.
Douglas Wright
Luciano y su mamá - IV
El descubrimiento de América
Tic-tic. Tic-tic. Tic-tic. Tic-tic. A Luciano le encantaba el ruidito que hacía el indicador de giro del tablero del auto. La pequeña luz que se prendía y se apagaba tenía el color de las espadas luminosas de los Caballeros de la Galaxia. La mamá iba al volante y viajaban rumbo al campo de deportes de la escuela. Era día de fútbol.
—Mamá, hoy la maestra nos contó que Colón fue en un barco y descubrió América —Luciano, desde el asiento trasero, le hablaba a la espalda de su mamá.
—¡Qué interesante, Lú! —dijo la mamá por el espejo retrovisor. A Luciano le parecía un antifaz de vidrio que flotaba en el aire.
—Pero digo yo, si cuando llegaba en el barco los indios los vieron primero, ¿no son los indios los que lo descubrieron a él? —Luciano se corrió hacia un costado, estirando un poco el cinturón de seguridad, para poder ver el perfil de su mamá.
—Tal vez sí —respondió la mamá, dándose vuelta. Estaban detenidos frente al semáforo en rojo.
—De todos modos, si los indios vivían en América, eso quiere decir que ellos la descubrieron primero ¿no? —El dedo índice de Luciano estaba levantado indicando el número uno.
—Absolutamente, Lú —la mamá había puesto el auto nuevamente en marcha y miraba otra vez hacia adelante.
—Tal vez lo que sucedió fue que, en el mismo momento en que un marinero de Colón, que estaba trepado a un palo del barco, gritaba "Tierra a la vista" —tal como nos contó la maestra—, un indio, que estaba trepado a un árbol de la playa, gritaba "Barco a la vista"... —Luciano se había puesto una mano sobre los ojos a modo de visera.
—Puede haber ocurrido así —respondió la mamá mientras detenía el auto en la playa de estacionamiento del campo de deportes.
—Entonces má, el descubrimiento de América fue un empate —dijo Luciano, entusiasmado.
—Tenés razón, Luciano. Fue un empate —acordó la mamá, que ahora desprendía el broche del cinturón de seguridad. Se dieron un beso, ella abrió la puerta trasera, y Luciano salió corriendo a encontrarse con sus compañeros de equipo.
Douglas Wright
Luciano y su mamá - III
Los dinosaurios
Una mariposa apareció volando entre los árboles del jardín vecino, cruzó la cerca de madera blanca y revoloteó por encima del jardín del fondo de la casa de Luciano haciendo tres o cuatro piruetas acrobáticas. Bajó en picada y planeó por encima del pañuelo floreado de la mamá de Luciano, que estaba arrodillada sobre un cantero de flores. Luciano hacía andar su auto de juguete por el sendero de ladrillos mohosos entre los que crecía el pasto. Era una ruta accidentada y por eso le gustaba. Se acercó a su mamá por detrás y le preguntó:
—Má, ¿los dinosaurios existieron?
—Sí, Luciano —respondió la mamá mientras sus manos enguantadas manejaban con cuidado unas tijeras de podar.
—¿Vos viste alguno?
—No, Lucín, fue mucho antes de mi época.
—¿Y la abuela los vio?
—No, Lú. Fue antes de la abuela, también.
—Éeeehhh... ¿Tanto?
—Sí, Luciano... ¡Tanto!
—¿Cuánto, má?
La mamá sacaba con cuidado, una por una, las hojas secas. Respondió:
—Unos sesenta millones de años antes de que apareciera el hombre.
—Pero vos y la abuela son mujeres —argumentó Luciano.
Ahora la mamá interrumpía por un momento su tarea para mirarlo cara a cara mientras le decía:
—Sí, Luciano. Sesenta millones de años antes de que aparecieran las mujeres, también.
—¿Que es un millón de años, mamá?
—Un millón de años es como... muchas, muchas abuelas —la mamá abría los brazos como si abrazara algo muy grande.
—Ah, bueno. Me voy a mi pieza. Me dieron ganas de jugar con los dinos de goma. Chau.
Luciano caminó hacia la puerta de entrada, la mamá retomó el cuidado de las flores y, sobre una mata de pasto que crecía entre dos ladrillos del sendero, quedó estacionado el auto de juguete.
Douglas Wright
Luciano y su mamá - II
El agua, el fuego y la rueda
Chuf. Puf. Chuf. Puf... Sip. Sop. Sip. Sop... El plumero subía y bajaba por los marcos de los cuadros de la sala. La mamá de Luciano lo manejaba hábilmente con diestros giros de muñeca. Era el día de la limpieza general y Luciano colaboraba pasándole una franela a los muebles.
—Mamá, ¿el hombre primero descubrió el fuego y después inventó la rueda, verdad? —preguntó mientras tironeaba de la pollera de su mamá que ahora le pasaba el plumero a una ventana. En el vidrio se dibujó un plumero igual, pero al revés.
—Sí, hijo —respondió la mamá sin darse vuelta. Luciano se hizo a un lado. El polvo le hacía cosquillas en la nariz.
—¿Te parece que habrá inventado la rueda para escapar más rápido de los incendios?
La mamá bajó la mirada de la ventana y respondió:
—Es posible. Aunque creo que la rueda se usaba para poder transportar cosas pesadas con más facilidad.
—¿Como baldes de agua para apagar los incendios? —volvió a preguntar Luciano, con interés.
—No, eso no había sido inventado, todavía —la mamá estaba ahora limpiando un mueble alargado lleno de adornos, jarrones y platos decorados.
—¿Qué no había sido inventado todavía: el agua? —preguntó Luciano, asombrado.
La mamá sonrió.
—No, Luciano: el balde.
—Ah. ¿Y te parece que inventaron el agua después que descubrieron el fuego, para poder apagar los incendios, má?
—No, Luciano. El agua no fue inventada: ya existía en la naturaleza.
La mano de Luciano sostenía su mentón en un gesto pensativo.
—¿Entonces descubrieron el fuego para secar la humedad que provocaba el agua?
La mamá hizo un alto en sus tarea para responder:
—Puede ser, entre otras cosas. También para cocinar y para darse calor en invierno, supongo —y continuó plumereando los cuadros que colgaban de la pared.
—¿Por qué? ¿No tenían calefacción?
—No, todavía no había calefacción.
Luciano, de pie sobre la alfombra que estaba en medio de la sala, concluyó entusiasmado:
—Entonces la cosa está clara, má. El hombre primero descubrió el fuego para secar la humedad del agua que ya estaba en la naturaleza, y para calentarla y hacer sopa, por ejemplo; y después inventó la rueda para poder escapar más rápido de los incendios que producía el fuego, ya que todavía no se había inventado el balde, y menos aun el carro de bomberos. Y recién después, vino la calefacción.
La mamá, que se encontraba frente a un gran cuadro con la foto de su boda, respondió:
—Clarísimo, Luciano. Clarísimo.
Douglas Wright
Luciano y su mamá - I
Una casa más grande
—Má, ¿cómo conociste a papá? —preguntó Luciano tironeando de la manga del pulóver de su mamá. Ella levantó la vista del libro que estaba leyendo en el sillón de la sala y, mirándolo de reojo, le respondió:
—En un baile, Luciano.
—¿Y yo estaba en ese baile también? —ahora Luciano se había sentado a su lado, y la miraba fijamente.
—No, Luciano. Vos no habías nacido —dijo la mamá con el libro todavía en la mano, a punto de retomar la lectura. Pero antes de que pudiera hacerlo, Luciano volvió a preguntar:
—¿Y dónde se casaron, mami?
—En el Registro Civil.
—¿Yo estaba?, no me acuerdo.
La mamá dejó el libro sobre el apoyabrazos del sillón y acarició la cabeza de Luciano:
—No, Luciano. No estabas.
—¿No había podido ir?
—Todavía no habías nacido, Lú.
—Ahhh... Y la fiesta ¿en dónde la hicieron?
—En el salón del Club Social —recordó la mamá, con una sonrisa. —Fue una fiesta muy linda.
Luciano se puso de pie sobre los almohadones del sillón. Su cara y la de su mamá estaban ahora a la misma altura. Entonces dijo:
—Ahí sí, yo ya estaba ¿no?
—No Luciano, todavía no.
—¿Y fue cuando se casaron que vinieron a esta casa? —La mirada de Luciano recorrió toda la sala.
—No, Lucín. Primero vivíamos en un departamento más chico. Vinimos a esta casa por vos —dijo la mamá, mirándolo con ternura.
—¿Por qué? ¿Yo vivía en esta casa? —los ojos de Luciano se abrieron tan grandes como los de su pato de plástico, ese que hacía flotar en la bañera.
—No, Luciano, aun no habías nacido. Vinimos a esta casa porque es grande. Queríamos tener mucho espacio para cuando vos nacieras.
—Claro —dijo Luciano, pensativo—. Seguro que en el departamento chico no había lugar para todas estas preguntas. ¿No?
La mamá lo tomó de la mano y contestó:
—Así es, Luciano.
Douglas Wright